EL PEOR VERANO DE MI VIDA / y 5

Vida de Paco

El Premi Sant Jordi no ha pasado este año desapercibido: 'Se sabrà tot', de Xavier Bosch (Barcelona, 1967), planteaba una trama de periodismo, política y urbanismo que parecía exagerada, aunque la realidad casi la supera. Pero Xavier Bosch no solo escribe batallitas del gremio periodístico.

Vida de Paco_MEDIA_2

Vida de Paco_MEDIA_2

Xavier Bosch

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

paco tenía –que se supiera– una vida sin recovecos. De su casa al trabajo y del trabajo a su casa. Consideraba que el día estaba hecho para trabajar y la noche estaba hecha para dormir. De lunes a viernes, de ocho a seis, hacía de contable en una gestoría. En todo Sant Gervasi nadie cuadraba un balance más rápido que él. En casa también lo tenía todo encasillado, obsesivamente. La fruta aquí, la verdura allí, las zapatillas juntas, los periódicos del día en el revistero, el correo por abrir en un montón, las cartas por clasificar en otro y los álbumes de fotografía, en la estantería, etiquetados década a década. Se podría pensar que la vida ordenada era aburrida pero Paco no hubiese sabido vivir sin tanto orden. A Carme, la única mujer de su vida, la amaba metódicamente. Nunca más que ayer, pero tampoco menos que mañana. Y ella, profesora de matemáticas en una escuela concertada del barrio, se conformaba sin plantearse, al menos nunca en voz alta, que un poco de ajetreo tampoco hubiese estado de más. Después de 15 años casados, Paco y Carme no tenían hijos. La noche, como se sabe, se había hecho para dormir.

En todo el año había un solo día, el 21 de julio, en el que Paco llegaba tarde a la gestoría. La víspera, desde luego, se había preocupado de avisar al jefe de que llegaría después del desayuno. Era su cumpleaños, era una mañana sagrada y tenía la costumbre de regalarse un ritual. El mismo desde hacía 43 años. Durante los primeros años, no sabía muy bien cuántos, lo hacía acompañado de su madre. Sin embargo, hacía ya mucho tiempo que el día de su cumpleaños se levantaba, se vestía y se iba solo al estudio de fotografía Capdevila-Castells de la calle Muntaner. Paco salía de casa, compraba el periódico en el Putxet y, cruzando por la acera de sombra de Arimon, llegaba a la tienda con el ansia de quien hace, una vez al año, una cosa a escondidas.

Era su secreto. Ni siquiera Carme sabía nada del único álbum de fotos que Paco no guardaba, a la vista, en los estantes del despacho del piso. Llegaba puntual, aunque en el estudio ya le esperaban. Él mismo se había asegurado de pedir hora hacía muchos meses y de reconfirmarla la tarde anterior. Si no hubiese ido todo sobre ruedas, se hubiese puesto demasiado nervioso. Enseguida le hacían pasar al fondo de un pasillo lleno de retratos, a ambos lados, de políticos, bebés y novios con la sonrisa inocente de quien aún no sabe lo caro que resulta divorciarse.

En el estudio, todo estaba a punto para comenzar la sesión. Los flases, la cámara y el mismo fondo liso de cortinaje neutro de los últimos 42 años (con este, 43), desde que su madre decidió empezar el experimento. La fotógrafa, dejando quemar el cigarrillo en un cenicero de pie, daba las últimas instrucciones de foco a su ayudante. Mientras, Paco se iba desvistiendo en un vestuario improvisado detrás de un biombo de mimbre. Con menos perchas de las que hubiese querido, guardaba la americana, la corbata, la camisa y los pantalones tratando de que nada se arrugase. Se sentó en el taburete para desabrocharse los zapatos. Se los sacó y dejó cada calcetín dentro de su respectivo zapato. Ya sin calzoncillos, salió de su escondrijo y se puso delante el objetivo de la Hasselblad de visor superior. Con la vergüenza justa de éste y sin medias risas de los demás. Todo muy profesional. La fotógrafa disparaba, Paco aguantaba con la pose más natural que podía y el ayudante se afanaba a poner en marcha el aire acondicionado porque entre el verano, las luces y la desazón del momento nadie sudase más de la cuenta.

Una vez tomada la fotografía, Paco no tardaba ni tres minutos en salir a la calle. Diez minutos más tarde, ya estaba en el trabajo, en su mesa, moviendo asientos entre el debe y el haber.

Al día siguiente, al salir de la gestoría, pasaba por Capdevila-Castells a recoger la fotografía. Le daban una sola. La buena, dentro de un sobre cerrado. Por un día, volvía a casa con emoción, con prisa, sin acordarse de contar los pasos y con ganas de encerrarse en el despacho, sacar el sobre de la cartera, mirar la fotografía cuadrada (10x10) y engancharla en su álbum privado. Cada año, de lado, la foto de su desnudo desde el 21 de julio de 1968, el día en el que cumplió uno. Una al lado de la otra. Así vistas, las fotografías eran la constatación del paso del tiempo. De su propio tiempo. Más que un álbum era un póster delNational Geographicsobre la evolución. El mejor Paco era el de los veintitantos. Por mucho que observaba no hubiese sabido decir –si hubiese podido explicárselo a alguien– si su cenit estaba en los 24 o en los 25. En su plenitud, los cambios le parecían imperceptibles. Luego, ya, consideraba que Paco daba un bajón. El cabello, la barriga, las arrugas, la fortaleza muscular, los hombros hacia abajo… Con el abrecartas de marfil rasgó el sobre para que nada lo estropeara. Tenía ganas de ver su cuerpo, frontal, a los 43. El disgusto de Paco fue enorme. Dentro no estaba la foto. Solo había el negativo. Entendió, de repente, que aquel iba a ser el peor verano de su vida. El verano de su muerte.