Análisis

La tormenta perfecta

Pese a la alerta de 150 científicos ante la amenaza del virus del zika, el aplazamiento de los Juegos o su traslado es poco menos que impensable

ALBERT GARRIDO

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La petición de 150 científicos de todo el mundo para que se aplacen los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro o cambien de sede a causa de los riesgos de agravar la propagación del virus del zika, unida a la crisis institucional que vive el país y a una crisis económica sin fecha de caducidad, configura algo muy parecido a una tormenta perfecta. Cuando Río se hizo con los Juegos del 2016, Brasil era la gran potencia emergente de Latinoamérica; hoy, dos meses antes de que prenda en el pebetero el fuego de los dioses, es una sociedad en la uci, acaso desnortada, zarandeada por la corrupción, la recesión y las conspiraciones de palacio que han permitido que prosperara el apartamiento momentáneo de la presidencia de Dilma Rousseff.

Aun así, el aplazamiento de los Juegos o su traslado es poco menos que impensable, incluso si crece el número de estrellas del deporte -así Pau Gasol- que dudan entre acudir a Río o quedarse en casa para preservar su salud. Porque si es razonable que el mundo científico y académico alerte acerca de los riesgos, las características de unos Juegos llevan a suponer que las decisiones políticas y los condicionantes económicos se impondrán a cualquier otra consideración. ¿Por qué? Porque son una gran operación de las finanzas globales, un brillante pretexto para poner un país y una ciudad en el escaparate y un desafío logístico de dimensiones colosales, condicionado todo por órdenes de magnitud poco habituales y sometido a la presión del calendario (un día determinado, a una hora determinada, todo debe funcionar como un aparato de precisión o al menos parecerlo).

NI IMPROVISACIONES NI CAMBIOS RADICALES 

La celebración de unos Juegos no admite en la fase final ni improvisaciones ni cambios radicales, y mucho menos aplazamientos. Esa es la doctrina del COI desde que los Juegos son lo que son: deporte, espectáculo, márketing, derechos de televisión y bastantes cosas más. Llevarlos a otro lugar es inviable salvo que alguna ciudad y su entorno dispongan de un excedente de infraestructuras y servicios -instalaciones deportivas, alojamientos, red de transporte, telecomunicaciones, enlaces aéreos, seguridad, etcétera- que permita acoger a la familia olímpica y adláteres, además del turismo deportivo (medio millón de personas en Río, se dice). Ni siquiera las debilidades estructurales de la organización de Río-2016, tan publicitadas, consecuencia en parte del encono político, autorizan a pensar que en algún paraíso de tecnología y prosperidad del siglo XXI es posible hacer frente al desafío en 60 días.

Al final, la penúltima pregunta sin respuesta o con una respuesta inquietante es esta: ¿deben o no suspenderse los Juegos en nombre de la salud colectiva? Si prevalece el no, queda un último interrogante: ¿la decisión de mantenerlos según lo previsto aplica al caso la lógica imperante en los mercados de futuros, siempre tan arriesgados, pero tan a menudo rentables? Si la contestación es afirmativa, una sensación de vértigo se adueña del escenario en medio de la tormenta perfecta.