La gestión comunicativa del atentado de Kabul

El síndrome del 11-M

Rajoy quedó comprometido, al dar noticias parciales en tiempo real, por algo que parecía otra mentira

Estado en el que quedó la embajada española en Kabul tras el ataque.

Estado en el que quedó la embajada española en Kabul tras el ataque.

ANDREU CLARET

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Para entender la tribulación con la que el Gobierno acogió las noticias que llegaban de Afganistán durante el fin de semana, hay que leer a Jorge Dezcallar. Hay que releer las memorias en las que el antiguo director del Centro Nacional de Inteligencia (CNI) relata la catastrófica gestión que José María Aznar hizo del atentado del 11 de marzo del 2004 en Madrid. Es una lectura fascinante, la del episodio más tenebroso de la Transición desde el golpe de Tejero.

Para resumirla, basta con explicar que el director del CNI no fue convocado a una primera reunión de trabajo hasta el 16 de marzo, dos días después de las elecciones. Como señala Dezcallar, «hasta entonces Aznar se reunió solo con una especie de núcleo duro del partido». No es de extrañar que la gestión de aquella crisis, que acabó dándole la victoria a José Luis Rodríguez Zapatero, haya dejado en el PP un síndrome que tardará años en quitarse de encima. El del precio electoral que tienen la opacidad y la mentira.

Ahuyentar el fantasma del 11-M

Esta vez las noticias malas no llegaban de la estación de Atocha, sino de Kabul. Pero el Gobierno reaccionó bajo la presión de este síndrome. Para ahuyentar el fantasma del 11-M, decidió dar la información tal y como llegaba de Afganistán. Como si la alternativa a las mentiras de Ángel Acebes sobre una presunta autoría de ETA fuera la comunicación en tiempo real de Mariano Rajoy. El resultado, un desastre que comprometió al presidente con algo que podía parecer otra mentira, aunque no lo fuera.

Porque en circunstancias dramáticas como las que vivía la embajada de España, el tiempo real es el de una información necesariamente fragmentaria, parcial, distorsionada, donde uno de los policías muertos era todavía un herido y donde el cuerpo del otro estaba debajo de los escombros dejados por el coche bomba. No era de recibo sacar conclusiones tranquilizadoras sobre la naturaleza del atentado. Puede que la primera información sugiriera que no iba contra España, pero poner esta conclusión en boca de Rajoy fue una temeridad.

La falta de prudencia inicial

El síndrome del 11-M ha provocado estragos en la capacidad del Gobierno de proporcionar una información veraz. No ha habido, es cierto, empecinamiento en defender la primera versión, pero la falta de prudencia inicial obligó al Ejecutivo a convocar de urgencia una reunión del pacto antiyihadista para compartir una versión más cercana a los hechos con las fuerzas políticas. No puede decirse que el Gobierno pretendiera engañar a la opinión pública, como Acebes, cuando los indicios de que los autores de la matanza de Atocha habían sido yihadistas eran manifiestos. Pero dio por buena, al menos por unas horas, la teoría de que España no estaba directamente involucrada. Una teoría elaborada con mimbres muy parciales y sesgados que fueron insuficientes.

La enseñanza del 11-M no es la de que conviene decirlo todo para no perder los votos que Aznar perdió por esconder información. Por Dezcallar sabemos el coste que tuvo, durante los días siguientes al 11-M, marginar a un CNI cuyos analistas se enteraron por televisión del descubrimiento de una furgoneta con versículos coránicos. Quienes hemos conocido situaciones parecidas en un país lejano, donde la presencia occidental es combatida por las armas, sabemos que la primera información nunca es la definitiva. Casi nunca es completa, porque no puede serlo. Puede incluso estar falseada por circunstancias o actores locales. Y por lo tanto requiere toda la prudencia.

Un ataque en toda regla

Todo lo contrario de lo que hizo el presidente. No se puede trasferir a la opinión pública, sin más, la información que llega, 'en tiempo real'. Hace falta analizarla. Y para esto está el CNI, cuyos hombres sobre el terreno, o en Madrid, suelen ser los más templados y preparados. Está es, al menos, mi experiencia. Desde que los pude ver en acción en Panamá, bajo las bombas norteamericanas, o en Egipto, cuando la sangrienta primavera árabe.

Seria interesante saber si se tuvo en cuenta su opinión antes de llegar a una conclusión tan apresurada como la de que no pasaba nada, para reconocer 24 horas más tarde que habíamos sufrido un ataque en toda regla. Esas dudas y nervios son propios de tiempos electorales en los que las consecuencias de la guerra de Siria incomodan. Al Gobierno, presionado por Francia para unirse a la frustrada coalición, y a una oposición que sabe que el 'no' a esta guerra no puede ser el mismo que el de Irak. El temor a una irrupción de los yihadistas en la campaña llama a la cautela de todos. Unos porque temen quedar asociados a decisiones belicistas que el electorado castigaría en caso de un acto terrorista, otros porque podrían pagar por su falta de determinación. Esto explica que la acción contra el terrorismo esté ausente de los debates más allá de declaraciones de principios.