EL FUTURO DE LA UE
El pesimismo de la razón
Sea cual sea el nuevo gobierno de Italia, en las elecciones que se celebran en menos de 15 días, debería preocuparnos más el resultado de las fuerzas opuestas al proyecto europeo
Josep Oliver Alonso
Catedrático de Economía Aplicada (UAB) y codirector de EuropeG.
Josep Oliver Alonso
En menos de 15 días Italia irá a las urnas. Estén atentos a sus resultados: lo que allí suceda tiene probablemente más importancia que lo que hoy acontezca en Barcelona o Madrid. Las espadas están en alto, y aunque todo apunta a que la coalición de Silvio Berlusconi será ganadora, podría ser que fuera el movimiento euroescéptico 5 Estrellas de Beppe Grillo, dirigido hoy por Luigi Di Maio, el que se llevará el gato al agua: así lo permite suponer su alta intención de voto (sería el primer partido, con cerca del 30%). Pero con un sistema electoral que prima las coaliciones, lo más probable apunta a la victoria de la berlusconiana, lo que no invita a echar las campanas al vuelo.
Dentro de la misma conviven la Forza Italia de Berlusconi, la ultraderechista Fratelli d'Italia de Giorgia Meloni y la xenófoba Lega Norte de Matteo Salvini, otra fuerza que ha abogado por abandonar la moneda única y de la que podría salir el próximo primer ministro. Frente a ellos las posibilidades del Partido Democrático de Matteo Renzi se han ido evaporando. Y a su izquierda, Bersani y D'Alema, entre otros, poco pueden aportar.
El fantasma de la división norte-sur
Este es el paisaje antes de la batalla. Pero, sea cual sea el color del nuevo gobierno, debería preocuparnos más el resultado de las fuerzas opuestas al proyecto europeo. Porque en estas elecciones vuelve a emerger el fantasma de la división norte-sur, que ha llenado el continente de indignados: en el norte, por tener que pagar, total o parcialmente, unos platos rotos por el sur; en este, por la falta de solidaridad del norte. Por ello, y al igual que en las elecciones de 2017 (en marzo en Holanda, en mayo en Francia y en septiembre en Alemania) las de Italia son, en un amplio sentido, constituyentes: aunque sea indirectamente, están redefiniendo la Unión Europea.
Es cierto que Bruselas respiró tras los resultados holandeses: el partido antieuropeo y xenófobo de Geert Wilders no ganó las elecciones; pero sus resultados fueron espectaculares y obligaron a un marcado viraje a la derecha de los liberales de Mark Rutte. En Francia sucedió algo parecido, aunque quizá más preocupante: cerca del 40% del electorado votó por Marine Le Pen, que recogió un sentimiento muy extendido contrario a la UE. En Alemania la sangre no ha llegado al río. Pero el fracaso del acuerdo de los liberales con Merkel tenía su raíz, justamente, en su posición antieuropea, al tiempo que el remarcable resultado de los xenófobos y antieuro de Alternativa para Alemania refleja que la marea populista ha llegado al corazón europeo.
El volumen de descontentos con la UE
Ahora es el turno de Italia. Sea cual sea el resultado final, lo cierto es que el volumen de descontentos con el proyecto de la UE no hace más que crecer: si suman grillistas con otros partidos de la extrema derecha o extrema izquierda, que en eso coinciden, el panorama es simplemente desolador. Y, para no añadir sal a la herida, permítanme no tomar en consideración las posiciones de la extrema derecha belga, ni de la creciente marea populista y autoritaria del grupo de Visegrad (Polonia, República Checa, Hungría y Eslovaquia), ni de los choques de Grecia con Macedonia por el nombre de ese país, ni de los de Hungría con Rumania por Transilvania o los de Austria con Italia por el Trentino-Alto Adigio, entre otros.
No hay el consenso que exigiría un cambio de política que perjudicara a los que están bien instalados en el sistema
¿Qué nos sucedió? ¿Cuando se jodió el invento, que diría el clásico? El diagnóstico es simple, pero la solución, si es que existe, no lo es. Diagnóstico: unas élites políticas, económicas y financieras europeas, ancladas en un discurso económico liberal, que las ha beneficiado claramente, que en nada ayuda a afrontar los choques provocados por la desigualdad, la globalización, el cambio técnico y el envejecimiento sobre el bienestar del grueso de la población. Solución: una sustancial redefinición del proyecto europeo, dotándolo de mayor democracia y un radical cambio de las políticas económicas, desde el liberalismo rampante de hoy a una socialdemocracia que recupere sus valores de antaño y, entre ellos y por encima de todos, el de la igualdad de oportunidades. Como pueden ver, algo muy poco probable. Y ello porque, simplemente, no hay el consenso que exigiría un cambio de política que acabara perjudicando a los que están bien instalados en el sistema.
Por ello, esta Europa nuestra se va lentamente deteriorando. Planes para rehacerla, haberlos haylos. Y un acuerdo Macron-Merkel podría ser un nuevo comienzo. Pero contemplando el paisaje, y el paisanaje, es difícil mantener el optimismo de la voluntad. Se impone, inevitablemente, el pesimismo de la razón.
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