La pena del láser
Josep Maria Pou
Actor y director teatral
JOSEP M. POU
Les hablaba la semana pasada de un espectador con incontinencia verbal que fastidió una representación en un teatro de Londres. Y abundaba en el compromiso de todos -público y actores- en el momento de la función. En varias ocasiones me he extendido sobre el problema de los móviles en el teatro (y en el cine, y en la ópera, y en los conciertos, etc.) Nunca lo bastante, creo. Sigue siendo un problema sin resolver, cuya solución pasa, evidentemente, por el respeto a los demás. Eso que antes se llamaba 'urbanidad' y se enseñaba en las escuelas.
Los chinos, hartos del tema y más radicales y con menos pamplinas que nosotros, le han declarado la guerra -literalmente- a los móviles perturbadores: han armado a los empleados de sus teatros con un puntero láser y los han repartido, estratégicamente, por el perímetro de la sala. Allí permanecen, quietos y vigilantes durante toda la función. En cuanto descubren a un espectador usando el teléfono, le apuntan con precisión (siempre por la espalda, eso si, para evitar el daño en los ojos) y disparan el rayo láser -luz verde o roja, a escoger- con rápidos movimientos sobre la pantalla del móvil para hacerle desistir de su comportamiento y, al mismo tiempo, ponerle en evidencia.
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De entrada me pregunto si no es peor el remedio que la enfermedad, si la medida no perturba más que corrige. Pero parece que no, que el invento es un éxito, por lo que tiene de disuasorio. Y por lo que allí han dado en llamar la 'pena del láser', que viene a ser algo así como nuestra 'pena del telediario'. Por lo visto, el paisano chino señalado en público por el rayo en cuestión pasa tanta vergüenza que pierde el norte, suelta el móvil y es capaz, incluso, de esconderse bajo la butaca.
Comentándolo en animada sobremesa, un compañero de oficio -mucho más radical que los chinos y con menos manías- me sugirió una adaptación a la española, cambiando el puntero laser por una pistola de agua, mucho más barata. Pero que en lugar de agua, soltara tinta (tinta china, por supuesto) y fundiera en negro la pantalla del móvil. Otro compañero -tan bestia como el primero- sugirió que las pistolas no las tuvieran los acomodadores sino los actores, dado que desde la altura del escenario, gozamos de mejor perspectiva para no dejar móvil con cabeza.
Delirios, lo sé. Burdos delirios, producto de una tonta sobremesa y una mala digestión.
Pero también -¿por qué no?- de la impotencia acumulada.
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