Peccata minuta

Patrice Chéreau

JOAN OLLÉ

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E l pasado martes los medios de comunicación nos entregaron la triste noticia de que el realizador teatral y cinematográfico Patrice Chéreau había muerto a los 68 años, víctima de un cáncer de pulmón. Recuerdo, con un cigarrillo en los labios, el purito que siempre le acompañaba.

Probablemente el grueso del público le conozca más por sus películas que por sus puestas en escena de teatro y ópera; no creo que Chéreau, a pesar de su excelente hacer y las muchas distinciones que consiguió en el ámbito cinematográfico, sea recordado como uno de los grandes del celuloide, pero sí como uno de los creadores fundamentales del teatro contemporáneo.

Nació en la Francia aún ocupada de 1944, hijo de padre pintor, tres años antes de que el patriarca Jean Vilar pusiese en Aviñón los cimientos de lo que debía ser el nuevo Théâtre National Populaire: un teatro de élite para todos, un servicio público como el agua, el gas o la electricidad, un antídoto contra la barbarie que el mundo acababa de vivir. Y las salas de teatro se llenaron de gente corriente, ávida de escuchar las palabras de sus mejores poetas. Chéreau siempre se reclamó discípulo de Vilar y Planchon, así como de Giorgio Strehler, fundador del Piccolo Teatro di Milano, también en 1947.

Dicen que el hombre es el estilo, y Chéreau imprimió en todas y cada una de sus producciones su refinado y cultísimo sello. Y su peligro. De igual manera que viendo un miró o un tàpies no nos hace falta leer la firma, también eso ocurría en el lenguaje (actores, decorado, iluminación…) de Chéreau: pequeñas vidas amenazadas por una metafísica grandiosidad.

A lo largo de su más de medio siglo de creador (debutó a los 16 años en París con su Théâtre Public) y siempre al lado del escenógrafo Richard Peduzzi, Chéreau abordó el gran repertorio teatral internacional (Lope de Vega, Racine, Marivaux, Hugo, Ibsen, Chéjov…), así como el operístico. Queda para el mito su tetralogía wagneriana presentada en 1976 en Bayreuth al alimón con Pierre Boulez.

Un día del año 1979 Chéreau encuentra un sobre en el buzón de su casa: contiene dos textos de un tal Bernard-Marie Koltès, un chaval de 30 años. Están escritas en un lenguaje personalísimo, mezcla de Racine y periferia, como si un nuevo Prometeo hubiese vuelto a robar las más altas palabras a los dioses para cederlas a los desheredados. A lo largo de los siguientes diez años, el mundialmente conocido Chéreau dedicará toda su energía a descifrar escénicamente las palabras de un solemne desconocido, hoy (y gracias a Chéreau) el último gran clásico después de Beckett y Pinter.

Ya lo dijo el maestro: «No se trata de descansar ni de ser felices, sino de descifrar algo complicado». Buena eternidad, Patrice.