ANÁLISIS

Ninguna ley puede reescribir la historia

Las vías del tren del campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau, en Polonia.

Las vías del tren del campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau, en Polonia. / AP / CZAREK SOKOLOWSKI

Montserrat Radigales

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Encajada entre dos grandes potencias históricamente con designios expansionistas (Alemania y Rusia o, posteriormente, la Unión Soviética), a Polonia le ha tocado demasiadas veces a lo largo de su historia ejercer el papel de víctima. No resulta pues sorprendente que las sensibilidades estén a flor de piel cuando se trata de echar una mirada al pasado.

La ocupación de Polonia por la Alemania nazi causó un enorme sufrimiento. Sin contar a las víctimas judías del Holocausto, unos tres millones de polacos (sobre una población de 24 millones) murieron, unos 150.000 de ellos en el infame campo de exterminio de Auschwitz.

Tras décadas de silencio forzado en la galaxia soviética, Polonia ha hecho en los últimos años enormes esfuerzos para reivindicar ese pasado como nación ocupada. Pero la reivindicación de una cara de la historia no puede ocultar la otra cara.

Es cierto que Polonia, como Estado, no tuvo nada que ver con el establecimiento en su territorio de los mayores campos de exterminio del nazismo (Auschwitz-Birkenau, Treblinka, Sobibor, entre otros). Fueron una creación alemana. El Estado polaco había sido borrado del mapa y no había ningún régimen polaco marioneta de Berlín, al estilo del de Vichy en Francia. Por lo tanto, la expresión «campos de exterminio polacos» (que la prensa anglosajona ha utilizado por conveniencia lingüística) es inadecuada y confusa.

Las complicidades

Pero que Polonia como tal no fuera cómplice del Holocausto no significa que no lo fueran muchos ciudadanos polacos. El antisemitismo en Polonia parece atávico y estaba arraigado en amplias capas de la sociedad desde mucho antes de la Segunda Guerra Mundial. Algunos historiadores han cuantificado en más de 200.000 (y advierten que posiblemente la cifra real sea mayor) el número de judíos que murieron a manos de polacos (a veces sin haber visto antes a ningún soldado alemán) o porque fueron polacos quienes les entregaron a los nazis. Otros fueron extorsionados por polacos durante largo tiempo antes de sufrir el mismo destino. Algunos supervivientes incluso fueron asesinados por sus antiguos vecinos cuando regresaron a sus lugares de origen acabada la guerra.

Antes de la contienda, Polonia contaba con la comunidad judía más numerosa de Europa (unos 3,4 millones) y el 90% pereció en el Holocausto. Entre los polacos hubo casos de heroísmo y se calcula que unos 30.000 o 35.000 judíos sobrevivieron con la ayuda de sus conciudadanos. Israel ha reconocido como «justo entre las naciones» a más de 6.700 polacos, cifra superior a la de cualquier otra nacionalidad. Pero estos polacos tuvieron que ocultar a sus protegidos no solo de los ocupantes alemanes sino de sus propios vecinos, muy proclives a la delación.

Ninguna ley puede reescribir ni cambiar esta historia. Hará mucho daño si su poder intimidatorio frena el proceso de confrontación del pasado más turbio iniciado en algunos ámbitos. La educación y el conocimiento son la mejor arma contra los prejuicios. Dicen que los pueblos que ignoran su propia historia están condenados a repetirla.