Largo plazo

La niña Yan o la China que viene

OLGA Grau

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La primera vez que visité China fue hace 10 años. En el país prácticamente no trabajaban corresponsales extranjeros de medios españoles y el gigante asiático era un desconocido. Intuía que se perfilaba ya como una gran potencia porque los empresarios textiles de Sabadell o de Mataró me alertaban de las importaciones masivas de género de punto y de algodón que, según sus previsiones, iban a arrasar con todo.

También imaginaba su crecimiento emergente porque algunos empresarios del sector juguetero de Terrassa y Valencia cogían la maleta y se iban a recorrer fábricas por el sur de China en busca de proveedores a los que encomendar la producción de sus muñecas. Me advirtieron de que los chinos no hablaban nada de inglés, de manera que convencí al dueño del restaurante chino de al lado de mi casa, en el que comía siempre unos fantásticosdumplingsde arroz rellenos de carne, para que me diera clases durante seis meses antes de irme. Quería recorrer el país en tren de norte a sur y pensé que algunas palabras me serían útiles.

Wan Fang se encariñó conmigo de tal manera que insistió mucho en que me alojara con su familia en Shanghái durante los días que iba a estar en la ciudad. No sé si conocen el carácter chino, pero les diré que es muy complicado que acepten un no por respuesta sin llevarse un gran disgusto.

La familia Wan, que representaba a la nueva clase media capitalista y con estudios, me acogió con gran entusiasmo y accedió a ser discreta sobre mi condición de periodista, ya que las autoridades chinas controlaban mucho la información. Tras registrarme como extranjera en la comisaría de policía de su barrio de Shanghái me llevaron de visita a casa del tio de Wan Fang. Era un empresario que se había enriquecido construyendo villas de lujo de un estilo neoclásico recargado que hacían las delicias de los nuevos ricos de Shanghai. Ellos estaban empecinados en que contara en un artículo sus proyectos inmobiliarios.

El matrimonio, como en la mayoría de hogares chinos, seguía la política del hijo único, en ese caso, una niña. Yan me dejó estupefacta. Tenía 10 años, hablaba un inglés perfecto, tocaba el piano, dominaba la escritura tradicional china y sacaba excelentes notas. Me confesó, como si fuera una viejita, que ese verano había renunciado a sus vacaciones porque tenía que estudiar.

Sus padres no eran lo suficientemente ricos como para mandarla a una universidad en el extranjero y en China había más de 1.200 millones de personas. «Somos mucha gente y tengo que ser la mejor». Ayer, cuando leía el documento final de la Cumbre del G-20 en Corea me vino a la cabeza Yan. Y me acordé de cómo ella, igual que China, estaba dispuesta a comerse el mundo.