Mozart, doblemente traicionado en el desierto

Oportunismo y aburrimiento en 'El rapto del serrallo' entre yihadistas

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ROSA MASSAGUÉ

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Martin Kusej nunca es ajeno a la polémica. Las puestas en escena de este director austriaco acostumbran a serlo, como lo es la nueva producción de 'El rapto del serrallo', de Mozart, estrenada en el Festival d'Aix en Provence. En su versión no triunfa la clemencia demostrada por el pachá Selim liberando a los cautivos que es lo que el compositor salzburgués trasmitía en su ópera en línea con los principios de la Ilustración y de la masonería a la que se adheriría poco después de componerla. Kusej y el dramaturgo Albert Ostermaier hacen triunfar la violencia de Osmin, el servidor del pachá, un bárbaro que concentra todos los estereotipos del despotismo de la cultura otomana.

El secuestro de una mujer occidental con sus dos sirvientes vendidos después al pachá Selim, ha sido trasladado hacia el final de la primera guerra mundial, cuando el imperio otomano era derrotado, pero es un traslado algo mentiroso porque la estética y el sustrato ideológico que presenta es el del yihadismo del Estado Íslámico (EI) de nuestros días. Kusej y Ostermaier han modificado las partes habladas con este objetivo. Se habla más en inglés que en alemán, que sería lo propio; se cita el petróleo y en un momento dado, Pedrillo, el sirviente del caballero Belmonte, acusa a Osmin de ser un yihadista. 

Kusej quería hacer ondear la bandera de EI y al final, mostrar las cabezas decapitadas de los cuatro occidentales que acaban de ser puestos en libertad gracias a la benevolencia del pachá  La dirección del festival se opuso y las cabezas han sido sustituidas por unos jirones ensangrentados del vestido de Konstanze que Osmin muestra a un incrédulo Selim cuando la orquesta ya ha tocado las últimas notas.

Si ya es un delito la traición al espíritu de Mozart, también lo es el aburrimiento que genera toda la representación. La primera imagen nada más alzarse el telón es visualmente prometedora, el desierto y a un lado, una gran tienda negra. Pero al cabo de poco rato esta imagen fija cansa, como cansa el desierto que en los otors actos se hace omnipresente y en el que se pierden los cantantes --literal y metafóricamente hablando-- sin una dirección de actores. 

Musicalmente, también decepciona. La Freiburger Barockorchester que el día antes había estado brillantísima en 'Alcina', aquí sonaba sin pulso bajo la dirección de Jérémie Rhorer. Las voces de Jane Archibald (Konstanze), Rachele Gilmore (Blonde), Daniel Behle (Belmonte) y David Portillo (Pedrillo) no superaban la medianía. No había rastro del virtuosismo que Mozart exige a los cantantes en esta ópera. Solo el bajo Franz-Josef Selig, como Osmin, conseguía superar la prueba. 

Christof  Loy, el director de escena que llevó 'El rapto' al Liceu en el 2010 decía que esta ópera 'habla de forma profundamente humana de la gran miseria en que se halla inmerso quien razona en términos de xenofobia", y añadía: "El ejemplo edificante del gesto de reconciliación de Selim se ofrece como una advertencia contra el odio y la xenofobia".

Yo me quedo con esta interpretación.