PROHOMBRE DISCUTIDO

López en el museo

La estatua de Antonio López fue al fin retirada de la plaza que llevaba su nombre... Acaso coincidió en el depósito municipal con la señora con túnica que hasta el 2011 presidió altiva el cruce de Diagonal con el paseo de Gràcia

Care Santos

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La estatua de Antonio López fue al fin retirada de la plaza que llevaba su nombre. Ignoro en qué depósito municipal pasó su primera noche a resguardo la réplica de piedra del primer marqués de Comillas, obra de Frederic Marés. Pero acaso al llegar coincidió allí con la señora con túnica que hasta el 2011 presidió altiva el cruce de Diagonal con el paseo de Gràcia. Tendrían mucho que decirse, supongo. Para algo son obras del mismo escultor.

Lo primero, las presentaciones. «Buenas tardes, soy López». «Yo, Vicky». Y él, astuto: «¿Vicky de Victoria?». Asiente ella: «¡Y no cualquiera, sino la de Franco del 39!». Explica él: «Lo de López es por Antonio López, para servirla, primer marqués de Comillas. No le beso la mano porque soy rígido y, de todos modos, no llegaría. Es usted muy alta». «Cuatro metros —se ufana—, «ya sabe que los hombres pequeños lo quieren todo grande.»

Victoria se interesa por qué le ha ocurrido a su nuevo amigo. «Que en esto de la historia hay también tendencias, ¿sabe? Ahora se llevan las grandes causas, y el ensalzamiento de los raros y los escasos. El humanismo llevado al límite, eso es el siglo XXI. Les gusta jugar al juego del pasado con las reglas del presente. Y resulta que mi López fue empresario y banquero, pero también un esclavista, ¡qué mala pata!». «Pero, ¿no lo fueron también otros que conservan sus estatuas?». «Sí señora, sí —resopla él—. Y en esta ciudad hay también calles dedicadas a generales bombarderos, reyes déspotas y borrachos, y reinas ladronas, pero ya ve. Me ha tocado a mí».

Vicky reflexiona: «Lo mío estaba cantado. Aunque tuve suerte. Aguanté en mi sitio más de treinta años de democracia. Y ninguno de esos pusilánimes me derribó de forma violenta, sino que me izaron con una grúa unos operarios». Luego se queda López meditabundo y añade: «Los dictadores y los pusilánimes son la bendición de las estatuas. Mire usted Octavio Augusto, quien inventó esto de replicarse a sí mismo por todos los rincones del Imperio».

López suelta un suspiro. Echa de menos la contaminación de los coches que suben de la Ronda Litoral, la brisa marina, el vuelo rasante de las palomas. Pregunta: «Y dígame, ¿hay algo que hacer aquí?». «¡Claro! —se apresura ella—. Envejecer. Dejarse mimar.» «¿Cree que nos expondrán en un museo?», pregunta él. «No lo creo. Para eso hay que ser más viejo. Tanto como para que nadie recuerde nada. Pero mientras tanto, alégrese, hombre, podrá enorgullecerse de nuevo de ser usted mismo.»