Proceso electoral en un país clave del Mediterráneo

Libia, el Estado ausente

Gadafi favoreció la pervivencia del espíritu tribal y evitó el desarrollo de una identidad nacional

ALBERT GARRIDO

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Las elecciones parlamentarias anunciadas en Libia para el próximo 25 de junio contribuyen a sembrar la confusión más que a esclarecer el futuro que aguarda a un gran exportador de petróleo con muchos números para convertirse en un Estado fallido si no lo es ya. La inexistencia del Estado como expresión de una comunidad que se reconoce en una identidad colectiva resume las carencias contenidas en el legado de Muamar Gadafi y de la guerra civil que acabó con su régimen.

El dictador que durante más de 40 años gobernó Libia a su antojo logró que su empeño en fomentar la división hiciese prevalecer el arraigo tribal a la identidad nacional, y sobre esa base construyó un régimen con instituciones difusas, una centralización radical del poder y unos cuerpos de seguridad omnipresentes. Cuando todo el andamiaje se desmoronó solo quedaron incólumes las referencias tribales de cada individuo y cada clan, y el nuevo régimen no tuvo donde apoyarse para sobreponerse al caos.

En un estudio elaborado por Mauludi Ahamar para una institución catarí se identifica el origen del vacío político y cultural libio con la continuidad del espíritu tribal por encima de cualquier otra identidad política, y el periodista hispano-marroquí El Houssine Majdoubi afirma que Libia «carece de una idiosincrasia relevante, al contrario de otros países como Egipto, Marruecos o Siria». Dicho de otra forma: frente a la simbología clásica del Estado-nación --un relato histórico compartido, una mitología nacional más o menos aceptada por toda la comunidad, la bandera, el himno-- se levanta la pertenencia a la tribu. La tribu se interpone entre el individuo y el Estado, y este, falto de anclajes en el seno de la comunidad, se desvanece o es presa de la disputa entre adversarios irreconciliables, territorios con intereses encontrados y nostálgicos de un pasado que creen mejor. Todo esto fue favorecido por la Yamahiriya, el Estado de masas pergeñado por Gadafi, que aplicó el viejo principio de divide y vencerás.

A diferencia de la construcción de una identidad colectiva promovida por líderes árabes como Gamal Abdel Naser (Egipto) y Habib Burguiba (Túnez), por citar solo dos, el coronel Gadafi favoreció la pervivencia de vínculos primarios, evitó cuanto pudo la institucionalización efectiva del Estado y estimuló los localismos. Vencida la Yamahiriya, llegó la hora de los caudillos locales, de la rivalidad regional -la Cirenaica frente a la Tripolitania- y de la pugna por la gestión de las exportaciones del petróleo, que hoy son solo la sexta parte de la capacidad reconocida del país (1,5 millones de barriles diarios). Y llegó la hora también de los muñidores del régimen anterior, como el general Jalifa Haftar, líder del último ruido de sables.

De las tres posibles salidas apuntadas por el especialista Moncef Djaziri para la transición libia --un Estado islámico sometido a las servidumbres del mercado del petróleo, una república de perfil laico y un Estado federal de base tribal-, ninguna de ellas se antoja viable. Porque, aun siendo el islam la ideología de la mayoría, carece el país de un partido islamista articulado, porque los políticos laicos llegados del exilio se han desprestigiado y el encaje político de las tribus está más cerca de la guerra que de un pacto duradero.

El tiempo transcurrido entre el final de la contienda que descabalgó a Gadafi y el presente se ha consumido en un proceso constituyente estéril y una debilidad cada vez mayor del Estado. Esa debilidad extrema hizo imposible desarmar a las milicias locales, facilitó la porosidad de las fronteras por donde huyeron los yihadistas que contribuyeron a deponer al autócrata e impidió dar seguridad a los extranjeros que trabajaban en los campos de petróleo, abandonaron Libia al empezar la guerra y nunca regresaron. Y todo sucedió a las puertas de Europa, que contempló, sin muchas ideas para evitarlo, cómo la costa libia se convertía en la cabeza de playa ideal de mafias que controlan la emigración clandestina.

La primera derivada de la crisis libia es que tiene una capacidad de contaminación de la periferia más que notable. Ni es posible explicar la inestabilidad en el Sahel sin remitirse a Libia, ni hay forma de comprender la crisis de los inmigrantes que todos los días arriban a la isla de Lampedusa sin fijarse en la incapacidad del Gobierno libio de vigilar sus playas, ni se puede argumentar el nerviosismo en el mercado del petróleo sin dirigir la mirada a los pozos libios semiparalizados. Ni hay manera, por cierto, de justificar la ineficacia de Europa para gestionar el día siguiente al final de una guerra en la participó de forma directa y determinante. ¿Será verdad que Europa solo estaba preparada para convivir con los autócratas depuestos por las primaveras árabes?