Taxis en guerra por la economía colaborativa
El año pasado, la aplicación Uber se abrió una media de 3.000 veces al día en Barcelona, es decir, un millón de veces. Probablemente fueron turistas procedentes de ciudades donde sí opera el servicio los que intuitivamente activaron la app, quizás incluso desde sus apartamentos alquilados en Airbnb, sin obtener respuesta. Barcelona es la única gran ciudad europea, entre más de 100 grandes urbes, donde Uber no ha conseguido entrar por la presión de las autoridades y del sector del taxi.
La pugna entre este gremio y el gigante de Sillicon ValleySillicon Valley es tan solo uno de los cientos de miles de conflictos que estallarán en las comunidades locales como consecuencia de los modelos de negocio disruptivos que mediante el uso de tecnología rompen las reglas del juego existentes. Airbnb (casas particulares versus hoteles) o Facebook Payments (pagos a través del messenger de Facebook versus bancos tradicionales) son otros dos ejemplos del lío.
El debate no es sencillo. La tecnología permite saltarse a los intermediarios tradicionales poniendo en contacto oferta y demanda de forma directa y ofreciendo un servicio que los usuarios valoran y quieren porque es cómodo, sencillo y barato. Además, la presión de estos operadores ha empujado a los sectores tradicionales hacia una necesaria modernización. Pretender pagar un taxi con tarjeta de crédito en Barcelona era misión imposible hace un año y ahora en cambio es obligatorio ofrecer el servicio al cliente.
Pero los proveedores de estas plataformas no son agentes neutros puesto que obtienen beneficios de las transacciones y explotan datos personales de millones de usuarios. El sector de forma muy inteligente se ha bautizado a sí mismo como «economía colaborativa», pero en verdad se trata de una perversión del lenguaje. Es un negocio rentable controlado por poderosos grupos con accionistas. En el caso de Uber, su valoración actual asciende a 70.000 millones de dólares en el mercado. No estamos pues ante una red de colaboración entre particulares sin ánimo de lucro, como parece indicar el término «colaborativo».
Por este motivo, estos nuevos agentes deben tomar consciencia de sus responsabilidades sociales como cualquier otra empresa: dar garantías y seguridad a los clientes; pagar impuestos y velar por los derechos laborales de los trabajadores; y minimizar el impacto que tiene su irrupción en las comunidades locales pactando con los sectores afectados y los gobiernos para minimizar los daños a corto y medio plazo.
Los gobiernos y la Unión Europea no deben limitarse a prohibir. Pero sí deben pensar en la sociedad en la que queremos vivir dentro de una década y tomar decisiones.
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