Putin, un autócrata con urnas

El presidente ruso es un tipo que sabe lo que quiere y lo demuestra, y de momento va ganando todas sus guerras: las internas y las externas

Putin y Obama, en el G-20 de Hangzhou (China), el lunes.

Putin y Obama, en el G-20 de Hangzhou (China), el lunes.

RAMÓN LOBO

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Vladímir Putin es un hombre de teatro. Le gusta tanto que hoy celebra elecciones legislativas en Rusia (450 escaños de la Duma Estatal) en las que participan una docena de partidos de la oposición, una mera formalidad escénica. Su sistema político es una autocracia electoral. No hay gulags ni purgas masivas, todo es más más sutil e individualizado. Putin maneja un sistema de alianzas con sus oligarcas, les permite ganar dinero a espuertas a cambio de fidelidad inquebrantable. Los que han roto el código de lealtad acabaron mal: infartos, accidentes, suicidios. El símbolo es Alexander Litvinenko, muerto por polonio en un hospital de Londres. Moscú nunca perdona a los traidores.

Es fácil caer en el estereotipo: llamarle dictador, zar, espía y esas cosas que caben en un titular o en un tuit. Pero el asunto es más complejo. Putin es un tipo que sabe lo que quiere y lo demuestra, lo que es una rareza en la política internacional, reducida a juego de disimulos y aplazamientos.

De momento, Putin va ganando todas sus guerras: las internas -líder incontestable en su país; así seguirá mientras viva y quiera- y las externas. Ya nadie discute la anexión de Crimea en el 2014 ni su rol en Siria, donde acaba de lograr un alto el fuego firmado por EEUU que beneficia en el terreno a su aliado, Bashar el Asad.

Acaba de lanzar una cruzada contra quienes dejaron a sus deportistas sin JJOO de Río por un asunto de dopaje sistemático bajo el amparo del Estado. Sus 'hackers' andan aireando informes médicos de algunos deportistas de élite de EEUU. Su objetivo es distribuir la basura, decir ‘no somos peor que vosotros’.

Han surgido todo tipo de teorías conspiranoicas que le sitúan detrás del 'brexit' (en la financiación de los eurófobos) y del 'frexit' (la salida de Francia de la UE que impulsa la xenófoba Marine Le Pen), e incluso se le ve azuzando a los independentistas en Catalunya y Escocia. El objetivo sería debilitar a la UE, hacerle pagar por Ucrania.

La última gran conspiración sitúa a Putin como impulsor de Donald Trump, a quien corteja y le gustaría ver en la Casa Blanca. El millonario neoyorquino, muy sensible al halago, le responde con la misma admiración. Trump ha concedido entrevistas a la televisión rusa en las que critica a Barack Obama y a la prensa de EEUU, que considera hostil. También ha animado a los 'hackers' rusos a seguir en el rastreo de los secretos de su rival. El Partido Demócrata acusó a Moscú de estar detrás del robo y la publicación de sus correos con el fin de perjudicar a Hillary Clinton. Deben ser buenos sus 'hackers', cuerpo de choque en esta nueva guerra fría en el ciberespacio.

Cree que sería más fácil entenderse con Trump, otro hombre que disfruta del teatro, persuadirle de que tienen un enemigo común contra el que luchar, que la amenaza es global y les afecta a los dos: el islamismo radical. 

Putin y Trump están unidos por una tara psicológica: ambos son narcisistas, un trastorno de la personalidad que produce una gran admiración por uno mismo y una escasa empatía con los demás, una patología frecuente en la política y en las profesiones que exigen proyección pública. Los periodistas no somos una excepción.

En el caso de Putin, su narcisismo es la consecuencia de una infancia en la que creció en medio de un caos emocional debido a la ausencia de sus padres. Esa parte de su vida está rodeada de brumas que él no ayuda a disipar; son parte de su defensa. No se sabe si conoció a su padre o si este era un alcohólico, como apuntan algunos.

Masha Gessen sostiene en su libro 'El hombre sin rostro: el sorprendente ascenso de Vladimir Putin' (Debate) que pasó su infancia con una pareja judía que le trató como un hijo. Hay un vacío de padre que conforma su carácter. En la mayoría de las fotos, Putin muestra una máscara de hielo, le cuesta sonreír. En las que aparece con animales, sean caballos o koalas en la cumbre australiana del G-20, se le ve feliz, capaz de mostrar sentimientos de alegría.

Recogió una Rusia en ruinas tras el derrumbe de la URSS, metida en la rueda de la hiperinflación y a los pies del FMI, en la que los jubilados tenían dificultades para cobrar. En 16 años, desde que asume la presidencia por primera vez, ha reconstruido la economía, enarbolado la bandera del patriotismo (una forma de nacionalismo) y recuperado presencia internacional. Rusia vuelve a ser un actor capaz de disputar a Occidente algunas piezas del tablero mundial. Detrás de esta aparente fortaleza se esconde un miedo a la globalización, y a un Occidente que percibe agresivo. No solo es propaganda interna para mantener las filas prietas, que lo es, sobre todo bulle una desconfianza histórica: Napoleón y Hitler siguen grabados a sangre y fuego.