El segundo sexo

Echar a la muerte

Choca que en España se hayan suprimido los rituales funerarios habituales hace pocas décadas

ÁNGELES GONZÁLEZ SINDE

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Cuando en 1992 supe que mi padre había muerto, mi primera reacción fue: ¿qué va a ser de nosotros? Nosotros éramos mi madre, mis hermanos y yo, mi mundo entero. Tenía 27 años y aquella era la pregunta más verdadera que había pronunciado nunca. Vivir sin mi padre era inviable e inconcebible, así que simplemente decidí no pensarlo. Pero pasaron casi 20 años y en el 2011 la muerte volvió a golpearnos. Esta vez fue mi hermano menor en un accidente de tráfico y las preguntas volvieron automáticas, irreprimibles, sinceras. Esta vez me dije: ¿cómo he vivido? Estaba en mitad de la vida y ya no podía mirar para otro lado, así que busqué respuestas. Leí a historiadores y antropólogos del duelo, de ahí pasé a escritores que habían narrado sus pérdidas.

Desde entonces me interesa nuestra conducta ante la muerte y me choca enormemente la absoluta supresión del ritual en nuestra sociedad. No me refiero a la occidental, ni a la europea, sino a la española. No en todos lados es así: cuando la madre de mi amigo Gary falleció inesperadamente hace dos Navidades en su Liverpool natal, Gary se demoraba en volver a Madrid, no porque aquel fallecimiento fuera particularmente complejo sino porque en el Reino Unido la costumbre y el trámite hace que medien semanas entre el deceso y el sepelio y funeral. Cuando falleció Jorge Semprún y acudí a París, su cuerpo yacía en su cama, en el mismo dormitorio del mismo piso donde había vivido. Unos amigos eran recibidos por otros con los que recordaban y se consolaban. Quien lo deseaba podía, de manera natural y serena, dar un último adiós al gran escritor. Transcurrieron cuatro o cinco días hasta el sepelio. En ambos países, además, un director de exequias, ya sea laico o religioso, se ocupó de coordinar con calma y ayudar a la familia en el ceremonial, fuera grande o pequeño.

Aquí, en cambio, si la palmas, los familiares y amigos que estén fuera se perderán tu entierro, porque en menos de 24 horas estará todo liquidado. Hemos pasado en pocas décadas de enviar a todos los conocidos lúgubres recordatorios con una foto del difunto a suprimir el velatorio, el luto y ocultar el duelo como algo vergonzante. Ya no hay arte funerario y las comitivas lentas y solemnes han sido sustituidas por veloces coches fúnebres parecidos a simpáticas rancheras familiares. Los velatorios en casa han dado paso a incineraciones exprés en las que los asistentes están tan despistados que acaban por prorrumpir en inapropiados aplausos, dado que no hay otro modo de canalizar la emoción. Tal es el desorden, que un 5% de las cenizas nunca son recogidas de los tanatorios, mientras que en otros casos los homenajes se prolongan durante meses esparciendo pavesas. Los panteones en propiedad son ahora nichos por cinco años renovables, como los apartamentos. Me cuenta una amiga que hace poco, vencido el plazo de 20 años contratado al morir su abuela, su octogenario padre decidió no cargar a sus hijos y nietos con el mantenimiento de aquella tumba. La funeraria ofreció incinerarla por un módico precio y fueron convocados a la exhumación. Los sepultureros retiraron la losa, extrajeron el polvoriento féretro y, para asombro de todos, lo abrieron. Allí estaban los restos de la abuela, secos como una pasa pero espantosamente reconocibles, cual muerto viviente de película de terror. Sin mediar palabra, los operarios volvieron a tapar la caja y de ahí al crematorio, no sin antes ofrecer la pesada lápida a los familiares como bonito recuerdo. Tras la espeluznante escena, la desconcertada familia se fue a tomar un café triple al bar más cercano. Solo eran las 9 de la mañana.

Antes me parecía bien este desapego, lo interpretaba como un rechazo del rígido ritual católico y de la omnipresencia de un más allá amenazador, un modo muy español y estoico de plantar cara y afirmar «la muerte no importa, es prosaica, no al sentimentalismo», pero tras perder a mis familiares sé que lo de el muerto al hoyo y el vivo al bollo es mentirael muerto al hoyo y el vivo al bollo. La muerte es importante porque nos deja un agujero dentro, queramos verlo o no. No sirve echarla ni ignorarla, y esa celeridad actual nos impide vivir un proceso necesario para sanar el vacío. Sospecho que mucho tiene que ver en este cambio la costumbre generalizada desde la posguerra de pagar un seguro de entierro. Casi un 70% de los españoles tiene póliza, lo que en la práctica ha dejado todo el protagonismo (y el negocio) en manos de las aseguradoras y sus aliadas las funerarias, despojándonos de toda tradición.

Cada muerte nos hace una pregunta. Yo tengo las mías. Otros tendrán las suyas. Las ceremonias se crearon para facilitar tránsitos, para aceptar, integrar o aprender lo que quiera que sea que la muerte nos enseña. Negarla es embarcarse en una carrera hacia la nada, así que sería conveniente que entre todos construyésemos nuevos rituales.