NÓMADAS Y VIAJANTES

Crimea vale una guerra

RAMÓN LOBO

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Ucrania parece una matrioska: de cada muñeca asoma otra crisis. La última se llama Crimea, un peligroso mapa histórico: tártara, otomana, rusa, soviética y ucraniana desde 1954 por capricho de Nikita Kruschev cuando todos eran parte de la URSS. Crimea es una cerilla en un polvorín que va a medir la categoría política y la imaginación diplomática de cuatro actores: Putin, Obama, Kiev y la Unión Europea (UE). Las razones que legitimaron a Maidán, la plaza que tumbó a Viktor Yanukóvich, el hombre de Moscú, sirven para defender el movimiento secesionista en Crimea, donde la mayoría de la población habla ruso.

Los últimos movimientos de Putin son de libro: tropas no identificadas se hacen con el control de edificios estratégicos y aeropuertos, corte de comunicaciones, cambio de Gobierno, el nuevo, favorable, pide ayuda a Moscú y Rusia se apresura a concedérsela. Putin ha aprendido de Bill Clinton en Kosovo: hay que ser rápido, generar hechos consumados. Como Israel.

Ucrania, en realidad, no existe. Es una víctima del cambiante mapa europeo, de la Gran Guerra de 1914, que ahora se conmemora. El hundimiento de los imperios otomano y austrohúngaro dejó decenas de fronteras y a millones de personas en el lado equivocado: algunos cambiaron de nacionalidad sin mudarse de casa. La mitad europea de Ucrania podría ser polaca, como algunas partes de Bielorrusia. Son territorios con la memoria a flor de piel. Una memoria herida y las armas son una pésima combinación. Recordemos los Balcanes.

Putin ha perdido la mitad de Ucrania. Escogió una mala pareja de baile. Yanukóvich no era un dictador como proclama la oposición, fue elegido en las urnas. Es un maldito autócrata corrupto con las manos manchadas de sangre, un depredador insaciable que dejó fuera del reparto del botín a la mayoría de los oligarcas para beneficiar a su hijo y a su padrino Rinat Ajmétov. Los que no obtuvieron tajada cambiaron de bando.

Ya hemos escrito sobre la oposición proeuropea. Está Madame Gas, como llaman a Yulia Timoshenko, juzgada por una corrupción real en un juicio amañado. Las formas, la venganza de Yanukóvich, pudieron al fondo. Ahora reaparece sobre una silla de ruedas confiando su futuro al olvido colectivo del pasado. Y está la extrema derecha, los filonazis. Otras memorias a flor de piel: los judíos ucranianos que padecieron un holocausto dentro del Holocausto.

Putin se ha sentido maniatado por sus JJOO de Sochi, que le aconsejaban recato. Debe estar fuera de sí, rabioso. Ucrania no es Chechenia, un territorio no tan remoto en el que pudo hacer y deshacer, bombardear y matar sin que nadie le pidiera cuentas. Ucrania está en el escaparate de los medios, es visible.

Partida de ajedrez

¿Qué hará Putin? ¿Jugar a la secesión de la parte rusa de Ucrania? La parte rusa de Ucrania, más allá de las minas, no es importante en esta partida de ajedrez. Para Putin lo único valioso es Crimea. No por sus gentes o sus derechos, sino por el puerto de Sebastopol, sede de su Flota del Mar Negro. Para zares y soviéticos, el mar lo es todo, el espacio que permite respirar, no sentirse encajonados en un vastísimo territorio. Rusia no tiene salidas marítimas en un norte helado gran parte del año. Le queda el mar Negro pese a la vigilancia de la OTAN y Vladivostok. No va a ceder la joya de la Corona. Sebastopol vale un órdago, jugarse todo a una carta, incluso la guerra.

Deportaciones

Debe andar Putin maldiciendo a Kruschev, a su idea de regalar Crimea a la Ucrania soviética. En aquellos tiempos daba igual, todo era parte de un imperio eterno que se derrumbó en 1991 como un castillo de naipes. Tras la caída de la URSS, Crimea pasó al congelador. Mientras Moscú tuviera amigos en Kiev nada cambiaba, era una cuestión teatral: simular la independencia y mantener el estatus de la Flota. El jefe del Kremlin, y muchos de los que dudan de la ucraniedad de Crimea, podrían ir más atrás en la historia, hasta Stalin, que deportó en masa a los tártaros de Crimea, a los autóctonos, reemplazándolos por rusos. Los acusó de colaborar con los nazis. Casi nadie pudo volver.

Los tártaros que quedan desean ser ucranianos. No confían en el Kremlin; ellos también tienen memoria histórica. Todo podría resolverse en un acuerdo a varias bandas, respetando la libertad de unos y los intereses de otros. Para ello serían necesarias inteligencia y audacia, virtudes de las que estamos muy huérfanos en Ucrania, Rusia y el resto de Europa.