Tres lecciones

Los votos de Catalunya el 20-D no han sido un factor de progreso sino de distorsión política

Pablo Iglesias durante el pleno del Congreso de este 13 de abril

Pablo Iglesias durante el pleno del Congreso de este 13 de abril / periodico

JOAQUIM COLL

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La primera lección de estos largos cuatro meses de negociaciones es que lo primero a reformar de la Constitución son los plazos para formar gobierno. Los tiempos políticos de 1978, tecnológicamente antediluvianos, no se corresponden con los actuales. Se deberían acelerar los plazos, empezando por la constitución de las Cortes, y evitarnos así este paréntesis absurdo cuando hace semanas que se ha acabado el guión de la investidura. Cuando ha quedado claro que la efímera incorporación de Podemos a las negociaciones con PSOE y Ciudadanos la semana pasada fue solo otro golpe mediático de Pablo Iglesias. ¿Cómo pudo dar por roto tan abruptamente el diálogo sobre sus propuestas sin esperar la respuesta de la otra parte? El fracaso que está a punto de consumarse demuestra que no es un problema de falta de tiempo, sino de voluntad política. La consulta interna que lleva a cabo la formación morada contra el acuerdo de Sánchez y Rivera es una autoafirmación política de quien no ha logrado, ni tan siquiera intentado, acordar nada.

Al margen de las propuestas para las cuales sí podía haberse alcanzado un nivel alto de acuerdo, el fracaso se sustancia en dos puntos. Podemos quería compartir el Gobierno con el PSOE, excluyendo a Ciudadanos, mientras el partido naranja se negaba en redondo a que el morado accediese al poder. La única opción posible era un ejecutivo socialista de Pedro Sánchez con muchos independientes. Pero Iglesias no quería de ningún modo, aunque simuló hacer una gran concesión cuando renunció a la vicepresidencia que nadie le había ofrecido. La segunda cuestión insalvable ha sido el referéndum que exigía En Comú Podem. La pregunta que Iglesias desveló esta semana de que su formación defendería el “sí” en una consulta a un nuevo encaje constitucional de Catalunya en España, por lo que el “no” se entendería como el voto favorable a la independencia, era un auténtico disparate. Los referéndums sirven para preguntar sobre propuestas concretas, y no sobre fórmulas como “un nuevo encaje” que nada significan con el riesgo de que el estropicio final sea aún mayor. El problema de fondo es que los IglesiasDomènech Colau tienen una concepción negativa y reaccionaria de la idea de España, y una visión positiva de los nacionalismos periféricos. La segunda lección es, pues, que serían capaces de jugar a la ruleta rusa con un referéndum así.

En esta corta legislatura los votos mayoritarios de Catalunya en el Congreso no han servido para empujar el cambio en España. Nunca antes había ocurrido. Esta vez no han servido ni para abrir una nueva etapa constitucional, como sucedió en 1977, ni tampoco para echar del gobierno a un PP carcomido por la corrupción. Los votos de Catalunya no han sido un factor de progreso sino de distorsión política. Y esta es la más triste de las tres lecciones.