Knausgård viaja desde la esperanza hacia el dolor

Cuarta entrega de la serie 'Mi lucha', centrada esta vez en la adolescencia del autor noruego

Karl Ove Knausgård, en su última visita a Barcelona.

Karl Ove Knausgård, en su última visita a Barcelona. / periodico

ENRIQUE DE HÉRIZ / BARCELONA

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Resulta fácil imaginar a un lector de Karl Ove Knausgård que deja el libro a medias, bocabajo en la mesita de noche, apaga la luz y jura que no seguirá leyendo, que nunca volverá a abrirlo, que ya es demasiado el detalle, la intimidad, que no le conviene seguir. En esa escena imaginaria, al cabo de unos minutos el lector enciende de nuevo la luz y se enfrasca de nuevo en el texto, incapaz de abandonarlo, aunque jura por lo bajo que sólo va a consumir unas páginas y luego lo deja.

A cualquier familiar o amigo que nos contara episodios de su vida con el nivel de detalle que ya conocemos en

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Knausgård le pediríamos contención, respeto por su propia intimidad; a él le pedimos que siga contando. 'Bailando en la oscuridad', cuarta entrega de la serie, recupera la voz vibrante y eléctrica de las primeras. Ahora Karl Ove tiene dieciocho años y se ha desplazado a Håfjord, un pueblecito del norte de Noruega, con un trabajo temporal de maestro. ¿Qué se nos cuenta de esa etapa? Con Knausgård, la respuesta correcta a esa pregunta siempre debería ser "la vida". En un mundo en que las novelas tienen argumento, trama y otras convenciones de ese tipo, diríamos que nos cuenta la adolescencia: unas ganas tremendas y constantes de perder la virginidad, días llenos de dudas, noches llenas de alcohol, revisión del pasado familiar aprovechando la distancia. También su formación como escritor, en un titubeante intento de conciliar el gusto por García Márquez, Knut Hamsun, Kundera y Kjaerstad. Aunque sólo reconoce que le asoman lágrimas a los ojos al leer 'El señor de los anillos'.

LO ANECDÓTICO Y LO CATEGÓRICO

LO ANECDÓTICO Y LO CATEGÓRICOEl gran problema existencial del Karl Ove adolescente parecería ser la eyaculación precoz, si no fuera porque la misma naturalidad con que nos cuenta sus frustraciones sexuales le sirve también para hablarnos, aunque parezca que sólo lo hace de pasada, de la condescendencia con que las montañas del fiordo ven pasar el tiempo. Sólo él puede aislar la frase "Ella llevaba una bandeja con vasos" entre dos puntos y aparte. Y no es por ironía, sino por despojo de una mirada que sigue empeñada en el mayor de los artificios posibles: la renuncia al artificio. Sólo él puede conceder exactamente el mismo valor narrativo a una eyaculación y un vómito. Ahí está una de las claves de esta fascinación: el autor deja en nuestras manos la distinción convencional entre lo anecdótico y lo categórico.

Al encender la luz de nuevo en plena noche para devorar cuatro páginas más pese a haber jurado que no volveríamos a hacerlo, tenemos que decidir si lo hacemos por puro cotilleo, por mero voyeurismo, o si seguimos confiando en que, al volver la página, en cualquiera de sus múltiples digresiones, el autor nos va a entregar una reflexión redonda, seca, luminosa y pura, marca de la casa. Tal vez pueda decirse que esta cuarta entrega encapsula una idea —o, mejor, un estado de ánimo—presente en toda la serie, un profundo trayecto moral que va de la intensidad de las expectativas al dolor de su frustración y que no ve como feliz puerto de llegada el consuelo de la resignación.