Adiós Hungría

Adiós a Hungría 8 Dos niños sirios saludan desde la ventana del tren al partir hacia Austria y Alemania, ayer.

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Carles Planas Bou

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La estación de Keleti se despierta con un aspecto mucho menos caótico que el visto el fin de semana. El sábado y el domingo miles de personas abandonaron Budapest y pusieron rumbo hacia Austria y Alemania, la última parada de su odisea. La noche del domingo, grupos de voluntarios húngaros y austríacos se acercaron a la estación central para conducir a los refugiados que habían perdido el tren hacia la frontera. Pero sigue llegando gente desde Serbia.

Durante la mañana de ayer, los pocos que quedaban en Keleti se apelotonaban a las puertas de las vías del tren, esperando el convoy en dirección a Viena y Múnich. Saben que puede ser su última oportunidad. Austria no tardará mucho en cerrar sus fronteras. Hungría y su líder, el primer ministro Viktor Orbán, siguen con una retórica muy dura contra los refugiados, a quienes acusó ayer de «venir a Europa en busca de calidad de vida alemana, no de seguridad».

Los refugiados que esperan en Keleti su turno para huir están cansados del trato recibido en Budapest. «Aquí nos han tratado como animales, no como personas», cuenta enfadado Mustafá, un joven sirio de 28 años. Huyó de Alepo, donde la mayoría de sus amigos murieron bajo las bombas de Bashar al Asad.

No se queja de Grecia, ni de Macedonia, ni de Serbia. «Al cruzar la frontera la policía nos pegó y nos dejó tirados en un bosque durante horas», recuerda mientras le pide a un compañero que muestre las cicatrices del brazo. Abal Alil tiene tan solo 21 años. Es yazidí, una de las minorías religiosas perseguidas en Irak por el Estado Islámico. No tiene muchas ganas de hablar, pero se queja. «¿Qué harían en Hungría si tuvieran una guerra? Veían a los niños llorar de hambre y no hicieron nada». En las últimas horas, el campo de Röske, al borde de la frontera con Serbia, se ha vuelto a llenar de personas y de relatos de malos tratos.

HAMBRE Y FRÍO

Más allá del trato en los campos de refugiados, la estación se llena de voluntarios de todos los rincones que buscan aportar su grano de arena. Kinga es húngara y tiene 25 años. Tiene una criatura de dos años y sabe lo duro que puede ser para una madre ver a su hijo pasándolo mal. «Es horrible ver a los niños tirados por aquí con hambre y frío», dice. En su mano izquierda lleva una bolsa azul cargada de comida para bebés. Cree que la gente debe movilizarse para ayudar a los que lo están pasando peor. «Sencillamente, el Gobierno húngaro es una mierda, no han hecho nada», se lamenta.

Como Kinga, hay muchas voluntarias llevando comida y ayudando en la traducción. Shannon es estadounidense y lleva una bolsa cargada de bocadillos que han preparado con otras madres. Ambas se pasan toda la mañana recorriendo la estación e informando a los que tienen dudas. El tren hacia Múnich sale a las 13.10. Kinga se despide de Mustafá, a quien ha ayudado desde hace un par de días. «Te quiero, mándame un mensaje desde Austria», le dice la joven. Mustafá sonríe, le promete que lo hará y se sube al tren. Alemania está un poco más cerca.

Los jóvenes corren por los pasillos de las estación intentando comprar billetes para huir de Hungría. Curiosamente, en la oficina de viajes internacionales tan solo hay una persona atendiendo a decenas que se ponen nerviosas a medida que se acerca la hora. Los trabajadores responden con evasivas y señalando la cola de espera. Muchos no llegarán. Como Muhamad. Tiene 16 años y chapurrea algo de inglés. Viene de Siria y pagó 1.200 euros para subirse a un cayuco para saltar de Turquía a Grecia. Tiene la mirada perdida, los labios cortados por el frío y una media sonrisa rota. Acaba de llegar a Hungría desde Serbia, donde unas 5.000 personas han cruzado la frontera en las últimas 24 horas.

El tren hacia Múnich arranca. La policía bloquea la entrada asegurando que todos los compartimientos ya están ocupados. En el andén, un hombre de unos 60 años se despide de los refugiados que miran por la ventana con alegría. En la entrada, un centenar de personas se lamenta y pide explicaciones. Muhamad, como tantos otros, tendrá que esperarse al siguiente tren.