Cuenta atrás en Oriente Próximo

Shalit, el hijo de todos los israelís

El fin del cautiverio del soldado será tras 5 años una liberación colectiva

Gilad Shalit.

Gilad Shalit.

RICARDO MIR DE FRANCIA

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Para un país que tiende a interpretar la actualidad desde un prisma bíblico, como si los grandes acontecimientos del presente no fueran más que la realización de viejas profecías, el acuerdo alcanzado con Hamás para liberar al soldado Gilad Shalit en los prolegómenos de la fiesta de los Tabernáculos parece otra reedición de la misma historia. Si nada se tuerce, la semana que viene se acabará el cautiverio de Shalit y comenzará su larga travesía por el desierto para volver a ser una persona más o menos normal. La suya es una liberación colectiva porque en estos cinco años se ha convertido en algo así como el hijo de todos los israelís.

Casi nadie lo conocía personalmente, pero da igual. La historia del niño del uniforme demasiado grande capturado por el enemigo podría haber sido la de cualquier otra familia israelí. Porque el servicio militar no es una elección. Salvo los ultraortodoxos, casi todo el mundo se enrola: tres años los hombres, dos las mujeres. Y así como la ciudadanía presta a sus hijos para defender el proyecto nacional, también espera que el Estado cumpla con la obligación de devolverlos a casa. Vivos o muertos. No sorprende, por tanto, que el país se haya movilizado durante estos cinco años para pedirle al Gobierno que negociase su liberación con manifestaciones, conciertos o banderas y pegatinas omnipresentes.

De algún modo, Shalit no debería haber estado en el tanque atacado en el perímetro de Gaza aquel 25 de junio del 2006 por un comando de ocho milicianos que atravesaron la frontera por un túnel subterráneo. Su físico no daba para enrolarse en una unidad de combate, pero quiso emular a su hermano Yoel y acabó siendo aceptado en una unidad acorazada tras acabar el bachillerato. Tímido, delgaducho y miope, «no le interesaba más que el ordenador, la televisión y la cancha de baloncesto, donde pasaba la mayoría del tiempo», ha explicado su madre, Aviva.

BÚSQUEDA INFRUCTUOSA / Aquel día funesto, cuando fue arrastrado al laberinto de Gaza, tenía solo 19 años. El Ejército invadió la franja poco después para rescatarlo, pero nunca daría con él. Su paradero ha sido un misterio, aunque se presume que ha estado en algún agujero bajo tierra.

Hamás no ha permitido las visitas de la Cruz Roja y, según reconocen sus dirigentes políticos, solo el puñado de milicianos que lo vigilan y lo alimentan sabe dónde está. Es más que plausible, dado que Israel cuenta con cientos, sino miles, de informadores en Gaza, además de cámaras que lo ven todo desde las alturas.

Para la familia Shalit, el calvario se ha hecho infinito, pero nunca han tirado la toalla. El padre, Noam, ha sido el símbolo infatigable de la espera. Ha llamado a las puertas que hicieran falta en busca de cualquier ayuda: el papa Benedicto, Sarkozy, Blair, Naciones Unidas, el alcalde de Nueva York...

Poco antes del cuarto aniversario, acamparon frente a la residencia del primer ministro en Jerusalén y, unos meses después, marcharon a pie durante 12 días desde su pueblo a los pies de la frontera libanesa hasta la ciudad santa.

Pero las noticias de su hijo han llegado a cuenta gotas. Solo tres cartas, una grabación de audio y un vídeo en cinco años. En la primera, enviada solo tres meses después del rapto, Gilad describía su cautiverio como «una pesadilla intolerable e inhumana» y pedía al Gobierno que lo liberase de su prisión «solitaria». Gracias a la mediación del expresidente Jimmy Carter, llegó otra en junio del 2008. «Sigo teniendo problemas físicos y psicológicos, incluida la depresión», decía. «Sueño con el día de mi liberación y espero impaciente veros de nuevo». «Os hecho de menos», cerraba.

Todo este tiempo Gilad ha sido una mercancía, la última moneda de cambio empleada por las facciones palestinas y libaneses durante décadas para sacar de la cárcel a algunos de los miles de prisioneros árabes en el Estado judío. El dilema es siempre el mismo para la sociedad israelí. ¿Pagar o no pagar? Y qué precio pagar. Aunque el mantra oficial asegura que Israel no negocia con terroristas, siempre lo ha hecho. En los últimos 30 años ha liberado a cerca de 7.000 presos a cambio de 19 soldados vivos y los restos de otros cuatro muertos.

Siempre hay algunos sectores, empezando por las asociaciones de víctimas del terrorismo, que se oponen a los canjes, pero el contrato social raramente se rompe. Solo hay siete soldados que nunca volvieron a casa y no fue porque no se intentara. Cautiverio, penalidades, libertad: la narrativa bíblica insertada por el sionismo en su ADN para dar continuidad histórica a su proyecto, vuelve a resonar esta vez. Al anunciar el acuerdo con Hamás, el primer ministro Binyamin Netanyahu citó el Libro de Jeremías: «Los hijos volverán a la tierra propia», dijo.