Los últimos combates

Recompensa por Gadafi

Los revolucionarios ponen precio a la cabeza del coronel mientras continúan los combates en barrios de Trípoli

José María Aznar, entonces jefe del Gobierno español, con Gadafi en septiembre del 2003.

José María Aznar, entonces jefe del Gobierno español, con Gadafi en septiembre del 2003.

MARC Marginedas

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Proyectiles de mortero disparados por las fuerzas gadafistas impactaban, a intervalos regulares de unos pocos minutos, a unas decenas de metros de la explanada donde tres o cuatro paramédicos se afanaban en vendar la mano derecha desgarrada de un miliciano recién herido en los combates que tuvieron lugar ayer en la fortaleza de Muamar Gadafi de Bab el Aziziya, en Trípoli. Pese a los gritos de ánimo y las invocaciones a Dios de algunos compañeros que le rodeaban, este combatiente rebelde anónimo no podía evitar retorcerse de dolor sobre la misma camilla y dar patadas al colchón mientras le eran inyectados calmantes por vía intravenosa y se le practicaban primeros auxilios. «¡Shuia, shuia!» (Con cuidado, con cuidado), berreaba, intercalando sus quejidos con plegarias religiosas musulmanas.

Intensos combates para eliminar las bolsas de resistencia de los hombres aún leales a Gadafi continuaron durante toda la jornada en Bab el Aziziya y en el vecino barrio de Abu Salim de la capital libia. Y ello, pese a que la cabeza del coronel ya tiene precio: hombres de negocios libios ofrecieron ayer una recompensa de dos millones de dinares (un millón de euros) a todo aquel ciudadano que mate o capture al aún dirigente libio, una iniciativa que recibió las bendiciones del Consejo Nacional de Transición (CNT).

SEÑALES DE VIDA / Además, el Gobierno provisional, convencido de que la guerra habrá acabado solo en el momento en que el cabeza del régimen agonizante sea hallado, vivo o muerto, anunció que amnistiará a todo miembro del círculo íntimo de Gadafi que lo capture o lo asesine. «Los lealistas continuarán disparando en tanto Gadafi no haya sido detenido», justificó el presidente del CNT, Mustafá Abdel-Jalil. De momento, el propio Gadafi sigue dando señales de vida mediante mensajes de voz de pésima calidad difundidos por medios afines en los que conmina a sus partidarios a limpiar de «ratas» las calles de la capital de Libia.

Unas consignas que parecían ser seguidas a pies juntillas por quienes se enfrentan desde hace ya días a las decenas de combatientes revolucionarios posicionados en Bab el Aziziya. Los lealistas no daban tregua ni ofrecían muestras de querer rendirse, y ello pese a que el 90% del país está ya en manos de sus enemigos. «No sé cuántos son, sabemos que tienen fusiles de asalto, RPGs y armas más pesadas», explicaba a EL PERIÓDICO, rodeado de casquillos de bala esparcidos por el suelo, Abdul Fath, un miliciano insurrecto llegado a Trípoli desde Misrata.

Los enfrentamientos armados han transformado a Bab el Aziziya, donde Gadafi hacía apariciones públicas con cierta frecuencia, en lo más parecido a un campo de batalla en plena actividad, con muros desconchados por los impactos de las balas y flanqueado por edificios de fachadas semiderruidas. El lugar ha sido saqueado a conciencia y apenas quedan en su interior algunas camas de estilo años 70, yacusis en los baños, futbolines destrozados y eso sí, cajas de pistola Beretta esparcidas por el suelo. Todo el complejo, pintado a diferentes tonalidades de verde -el color oficial del régimen gadafista- desprendía un intenso y desagradable olor a quemado.

Los habitantes de Trípoli, mientras duran los combates, contienen la respiración, encerrados en sus casas, evitando salidas innecesarias y esperando que todo acabe pronto. Casi nadie que no fuera un miliciano revolucionario o un periodista extranjero se atrevía ayer a merodear por las calles de una ciudad fantasma, con los comercios cerrados a cal y canto, montones hediondos de basura esparcidos por las avenidas y salpicada de precarias barricadas levantadas a base de hierros, bloques de hormigón, utensilios de cocina o incluso barreños.

En aquellas tiendas que habían optado por abrir sus puertas, se formaban de inmediato largas colas de personas que intentaban hacer acopio de víveres. Ello fue lo que sucedió a media mañana ante una carnicería de un barrio céntrico; decenas de personas se congregaron en el lugar para acaparar pedazos de cordero fresco. Con los animales aún sanguinolientos yaciendo sobre la acera, ningún integrante de aquel improvisado gentío aceptó bajo ningún concepto ser fotografiado o entrevistado. «Váyanse de aquí», conminaban a los periodistas.

FRUSTRACIÓN Y ENSAÑAMIENTO/ En estos momentos de extrema confusión, nadie en Trípoli se fía de que un grupo aislado de lealistas desesperados no aparezca por su barrio y dé rienda suelta a su frustración ensañándose con civiles inocentes.

«Durante estos seis meses hemos vivido en terror», explicó en un perfecto inglés, bajo un sol abrasador, Jalid Ezzedin. «Venían en coches o en pick-ups y disparaban al aire, aterrorizando a los vecinos», continuó.

Para evitar males mayores, Jalid envió fuera de la ciudad a algunos familiares hace tiempo, quedándose él al cuidado de la casa. «Algunos vecinos míos fueron arrestados; aparecieron dos meses después, con señales de tortura», recordó.

Desde los minaretes, antes de iniciarse la oración, los muecines conminaban a los ciudadanos a traer a la mezquitas desde cables eléctricos a reservas de agua sobrantes. Se dice que en los hospitales comienza a faltar material sanitario y medicamentos. En muchos de ellos, los doctores ni siquiera han acudido al trabajo por miedo.