El hombre de hielo

VLADÍMIR PUTIN / El dirigente que ha llevado a Europa al borde de una guerra ha sido acusado de corrupción desde los 90 y usa tácticas de exespía para someter voluntades

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MARC MARGINEDAS / BARCELONA

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El 13 de septiembre de 1999, una fría llovizna mortificaba los barrios del sur de Moscú. El agua caída, además de fastidiar a los peatones y despachar hasta el año siguiente al corto estío moscovita, estaba convirtiendo en un impracticable lodazal el montón de barro y piedras en que se había transfigurado aquel anodino edificio de ladrillo de ocho plantas que, hasta dos horas antes, había ocupado el número 3 de Kashirskoye Shosse, una ancha avenida con ribetes de autopista que secciona el barrio de Nagatino-Sadovniki.

Sacos de hexógeno, un potente explosivo de uso militar e industrial, colocados en el sótano, junto a las partes blandas del edificio, lograron que la construcción se desplomara como un castillo de naipes, arrebatando la vida de 119 vecinos. En medio de un silencio sepulcral, los bomberos retiraban piedras y vigas con cuidado, auscultando los sonidos huecos que emergían de los cascotes. «Aún esperamos encontrar a gente con vida», aclaraba uno de ellos.

Meses después, desde su menesteroso despacho, Marina Yevguenievna Salye, exdiputada en la asamblea legislativa de Leningrado, explicaba, en una de sus últimas entrevistas concedidas, los detalles de un supuesto fraude cometido años antes por el entonces presidente del comité de Relaciones Exteriores municipal. La ciudad que luego pasó a llamarse San Petersburgo exportó, a cambio de alimentos, durante la época en que la penuria presidía los estantes de las abarroterías rusas, minerales raros y derivados del petróleo por valor de 100 millones de dólares. El trueque, además de infringir las leyes rusas al ser elegidas a dedo las empresas exportadoras, nunca llegó a producirse, denunció Salye, antes de rematar: «Guardo los documentos en lugar seguro».

Ambos acontecimientos, sin conexión aparente, tienen un mínimo común denominador, una misma sombra que se proyecta sobre uno y otro: Vladímir Vladimírovich Putin. Durante la azarosa perestroika, el presidente ruso estaba al frente de las relaciones exteriores de Leningrado, y su firma, estampada al pie de los contratos irregulares. Cuando el edificio moscovita se desplomó con sus habitantes dentro -parte de una cadena de atentados que provocó tres decenas de muertos y que sirvió de justificación para lanzar la segunda guerra en Chechenia- el hoy líder del Kremlin ocupaba el cargo de primer ministro y su determinación en afrontar el «desafío terrorista» que le planteaba supuestamente la insurgencia chechena, a la que se culpaba de las explosiones, le impulsó a la cúspide del poder.

Acusaciones periódicas

Desde entonces, Putin ha venido sorteando las periódicas acusaciones de la oposición, que ve la mano del Servicio Federal de Seguridad (FSB) -el servicio secreto al que pertenecía- en las explosiones de 1999, con el objetivo de promocionar la carrera del aún jefe del Gobierno. Además, para muchas voces críticas que denuncian que Rusia se ha convertido, bajo el mandato de Putin, en un «estado mafioso», el bautismo putiniano en prácticas empresariales de cohecho se produjo precisamente en aquel trueque corrupto de materias primas.

La personalidad del líder que ha llevado a la segunda potencia nuclear al punto más bajo en sus relaciones con Occidente tras la guerra fría, enviando tropas a Ucrania y haciendo planear la sombra de un conflicto en Europa, ha sido estudiada hasta la saciedad. Zbigniew Brzezinski, consejero de seguridad nacional del expresidente de EEUU Jimmy Carter, le calificó de «narcisista megalómano», es decir, alguien que, según describen los psicólogos, para esconder sus íntimos sentimientos de inferioridad debido a un trauma infantil, construye una «identidad de ganador» actuando de forma agresiva, proyectando en sus interlocutores sus inseguridades, al tiempo que humillándolos.

En su libro El hombre sin rostro, la periodista Masha Gessen describe la infancia de Putin en el Leningrado de la posguerra, donde los habitantes vivían hacinados en kommunalkas, (apartamentos comunitarios) y los niños se relacionaban en los patios, imperando la ley del más fuerte. «Si alguien insultaba a Volodia (Putin) se le lanzaba encima, lo arañaba y lo mordía; era capaz de cualquier cosa con tal de que nadie lo humillase», recuerda Víktor Borisenko

Putin, capitalista

El Putin adulto, al frente de Rusia, no piensa que el comunismo sea la manera idónea de organizar a la sociedad. Opta, más bien, por un capitalismo que, eso sí, comprende a su manera. Fiona Hill y Clifford G. Caddy escribieron en Foreign Policy que Putin emergió de su experiencia en San Petersburgo creyendo que «los ganadores en el sistema de mercado son aquellos que explotan las debilidades de los otros, no quienes suministran los mejores bienes al precio más bajo».

Su forma de gestionar el poder se basa en métodos aprendidos como agente de la KGB acerca de «cómo emplear la información», escriben los mismos autores: «Recoge información personal y financiera comprometedora» sobre los empresarios rusos para luego hacerles entender «que sus propiedades dependían en última instancia de la buena voluntad del Kremlin».

Tres lustros han transcurrido ya desde las denuncias de corrupción aireadas por Marina Salye y la cadena de terribles explosiones que impulsó al Kremlin a Putin, pero las investigaciones en Rusia de ambos acontecimientos han seguido derroteros similares. Al poco de aquella entrevista, con Putin ya como nuevo hombre fuerte, Salye se retiró a un pueblo remoto y se sumió en el más absoluto silencio hasta su muerte en el 2012. La encuesta independiente sobre las explosiones de 1999 acabó en vía muerta debido a la falta de cooperación gubernamental, y Mijail Trepashkin, uno de sus más activos colaboradores, condenado a cuatro años de cárcel, por, entre otros delitos, revelar secretos de Estado.