viajes de película: AMALFI, RAVELLO Y POSITANO

'Bellissima' Italia

La peregrinación por estos tres pueblos permite redescubrir esa bella Italia de los Steinbeck, aunque con la nostalgia que el tiempo aporta al recuerdo.

LA COSTA AMALFITANA HUELE A LIMÓN, FLOR DE ALMENDRO Y BUGANVILIA AL SOL... Y ESCONDE FASTUOSAS PANORÁMICAS

DANIEL VÁZQUEZ SALLÉS
NÁPOLES

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Asegura la aristocracia económica e intelectual que la costa Amalfitana ha perdido parte del encanto que la hizo propiedad del dinero y la metáfora global por culpa del turismo scampi rosso. A pesar de su vulgarización, la magia de esa ribera fortificada por la voluntad siempre arbitraria del hombre sigue embaucando a cualquier escéptico siempre que este tenga la potestad de viajar lejos de la temporada estival.

En verano, las témporas no dejan ver un paisaje de recoletos pueblos y abruptos acantilados que atemorizan al más indómito de los suicidas. La Costa Amalfitana, patrimonio de la humanidad o de la Unesco, nace en Sorrento y muere en Vietro sul Mare. Una extensión de 40 kilómetros que merece ser descubierta con detenimiento y admiración.

Decorados naturales

Sin uno no tiene un barco ni una Sienna Miller haciendo de mascarón de proa, lo más recomendable es recorrer la cornisa en coche. Eso sí, con el convencimiento de que el trayecto es un reto a la vida y a la paciencia. La carretera, estrecha y serpenteante, suele ser una trampa mortal para los conductores con poca capacidad para maridar conducción y paisaje.

Con tanta hermosa postal es probable que ese conductor acabe hecho papilla a manos de los temerarios autobuseros amalfitanos, raza famosa en Italia por haber convertido la ruta en el circuito de Montecarlo de la prole. Cuentan que Jonh Steinbeck y su mujer, Elaine Scott, la transitaron agarrados el uno al otro, llorando de histeria sometidos a la conducción alocada del señor Bassani mientras este les contaba las bondades de la zona. Si se trata de una media verdad o una media mentira no importa. Vale la pena jugarse el pellejo si el objetivo es descubrir, acariciados por el olor de limones y otras frutas que venden a pie de carretera, los pueblos que han logrado con la voluntad de un sherpa enraizar sus cimientos en las laderas.

Sin embargo, aquellos tiempos en los que los Steinbeck descubrían la bella Italia ya no existen, e imaginarlos no deja de sumergirnos en la más dulce nostalgia. Esa luz de los 50 y los primeros 60 tenía un calor que el cine nos ha conservado, ahora que los continentes se funden con la intensidad de un sol naciente.

Bajo esa aureola se movían los talentos de los Steinbeck, y también los malignos talentos de Tom Ripley, el personaje creado por Patricia Highsmith. Las versiones cinematográficas de la novela, A pleno sol y El talento de Mr. Ripley, utilizaron algunos parajes de la isla de Ischia como decorados naturales. La historia transcurre en la costa Amalfitana y, en particular, en sus tres pueblos estandartes: Amalfi, Ravello y Positano, antiguas parroquias de pescadores reconvertidas por obra y arte de narradores, artistas y vividores en lugares de bohemia y juventud. Cualquier tiempo pasado fue mejor.

La última versión, la magnífica película de Minguelha, nos permite viajar al pasado y mutar en Tom Ripley. Bajo su apariencia, acompañados de la trompeta de Chet Baker, vayámonos a hacer un recorrido antes de matar y adueñarnos de la personalidad de Dickie Greenleaf, play boy que toca el saxo y acaricia los muslos de una chica que es igualita a la Paltrow.

Empezaremos la peregrinación por Amalfi, pueblo que da nombre a la costa, honorando el pasado de una localidad que fue la primera potencia marítima de la alta edad media. Tras los pertinentes rezos matutinos en las tres iglesias que forman el Duomo --San Andrés, la cripta y la iglesia del Crucifijo--, lo mejor es bajar por la soberana escalinata de la plaza del Duomo y callejear por los comercios del barrio ribereño en busca de una mozarela de buffala y una botella de vino de Campania que amenicen el pranzo. Es difícil abstraerse con tanto turista con chancletas, pero somos Tom Ripley, y hecha la compra, saldremos por la Porta Marinara e iremos a tomar un ristreto y un limoncello en una terraza frente al mar. Luego, a nuestra casa en Ravello, localidad cobijada en las colinas y de un romanticismo que corta la respiración.

Alejada del mar, Ravello es mucho más que la turística Amalfi. Sus viejos palacios con jardines luminosos disfrutan de una panorámica que invita a una placentera introspección. Así la disfrutaron los músicos Wagner y Litz (en el festival de música de Ravello están sus huellas) y los escritores Gide, Wolf, D.H.Lawrence y Gore Vidal, literato que vivió años y años colgado de esas vistas en una casa de su propiedad. Como somos Ripley, y la ficción supera la realidad, imaginemos que nos hospedamos en el hotel de Villa Cimbrone, una de las joyas arquitectónicas de la costa Amalfitana. Construida por la familia Acconciajoco en el siglo XI, fue adquirida por Ernest William Becket, lord Grimthorpe, en 1904, con la intención de hacer de la villa el "lugar más bonito del mundo".

Sin duda, si no el más, el arquitecto Mansi logró diseñar una de las casas y jardines más inolvidables de la talentosa vida de Tom Ripley, la nuestra. En especial, destaca la terraza del infinito, un mirador custodiado por bustos con la coronilla colgada sobre el acantilado desde donde se goza de una fastuosa panorámica. Desde las alturas, los barcos de los millonarios parecen juguetes de Playmobil. Ese es el mejor lugar para lanzar al vacío a Dickie Greenleaf pero, como no está en Ravello, comemos con avidez y nos vamos a Positano, un pueblo que parece rescatado del fondo del mar y que fue feudo de los hippies y la jet-set de los 60, esa que paseaba su dolce vita por la Via Venetto asediada por los paparazzi.

Positano y Capri

Alejada del glamur de antaño, las casas de colores vivos de Positano siguen oliendo a flor de almendro, a arena volcánica de su playa. Se nota que Positano fue un lugar obligado para la beautiful people. Se nota en los comercios, en los restaurantes, en el deje impostado de los que la visitan. Pero nuestro gozo en un pozo. Pensábamos que Dickie estaba en Positano y no hay señal alguna del niño de papá. Mutados en Ripley, con las posaderas acomodadas en uno de los bancos del Lido, tratamos de recordar dónde vimos por última vez a Dickie. Fue en Capri, tomando vino en la proa de su velero.

Si uno tuviera la potestad de Dickie o de Tiberio elegiría Capri, la isla que custodia la costa Amalfitana, para construir un palacio desde el que contemplar el paso de los años y lanzar a sus amantes y sus decrepitudes por los acantilados que protegen al archipiélago. Capri es la Italia soñada, con sus buganvilias al sol y los Gucci en los escaparates. Si en esa isla uno es rico, mucho mejor. Porque, siendo sinceros, paseando por Capri es muy probable que la envidia nos corroa hasta llevarnos a cometer un asesinato. Puestos a pensar, qué es Tom Ripley, o sea, nosotros, si no un maldito envidioso.