50 años de la asonada en Chile

Pinochet, el "legalista" que se sumó al golpe a última hora y terminó siendo el más cruel

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El general Augusto Pinochet y el presidente Salvador Allende, en el Palacio de la Moneda en una imagen de archivo sin datar.

El general Augusto Pinochet y el presidente Salvador Allende, en el Palacio de la Moneda en una imagen de archivo sin datar. / REUTERS

Abel Gilbert

Abel Gilbert

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"Pobre Pinochet, debe estar preso", dice Salvador Allende, la mañana del 11 de septiembre, según el recuerdo de su portavoz, Carlos Jorquera. La frase suena aún más desconcertante medio siglo después. ¿Creía que el jefe del Ejército estaba de su lado o fue, apenas, un modo mordaz de reconocer la traición que, pocos minutos más tarde, se haría explícita?

Pinochet asumió la comandancia del Ejército el 23 de agosto de 1973, por recomendación del general Carlos Prats, un legalista que ya no se encontraba en condiciones de soportar la presión política en su contra. Prats creía ver en Pinochet cualidades análogas a las suyas. El general de la voz aflautada le escribe una carta laudatoria cuando toma su lugar. "Al sucederle en el mando de la institución que usted comandara con tanta dignidad, es mi propósito manifestarle mis sentimientos de sincera amistad cimentada en las delicadas circunstancias que nos ha correspondido enfrentar". Pinochet nunca hizo pública esa misiva, que forma parte de los papeles de Prats, a quien ordenaría asesinar en 1974, cuando se encontraba exiliado en Buenos Aires. A contramano de esa escritura agradecida y obsecuente ("quien lo ha sucedido al mando del Ejército queda incondicionalmente a sus garatas órdenes"), asegura que ya venía conspirando contra el Gobierno de la Unidad Popular desde agosto de 1972.

"Mi repudio a los marxistas-leninistas es producto de mi conocimiento de su doctrina, con la que tomé mis primeros contactos cuando estuve a cargo de los relegados comunistas en Pisagua en enero y parte de febrero de 1948", explicó en El día decisivo, una suerte de autoapología con forma de libro en la que ofrece pormenores muy personales de esa asonada. Al momento de su edición, en 1980, Pinochet no tenía rivales dentro de la dictadura. Nadie se iba a atrever a refutar públicamente su centralidad absoluta en el golpe.

Pinochet afirma que había recibido "con enorme inquietud" la victoria electoral de la izquierda. "Con creciente angustia presencié cómo en Chile se deterioraba su consistencia social, moral, económica y política". Y, por eso, había que "reaccionar" para "salir de la tiranía". Esa certeza nunca la comunicó. "Me mantuve en silencio y actué con cautela". Pero del sigilo surgió, según el general, una determinación férrea. Tal había sido su voluntad, de acuerdo con El día decisivo, al comunicar los pasos que iba dar, que hizo jurar a los generales frente a una réplica de la espada del General O’Higgins, el padre de la Patria, que "lo que se hablaría" a partir de ese momento "se mantendría en el más absoluto secreto".

Había planificado el golpe para el 14 de setiembre pero se adelantó tres días. Las vísperas del derrocamiento, dijo, lo encontraron insomne. A las 5.30 del martes 11 envió desde la jefatura del Ejército un radiograma cifrado con su firma a todas las guarniciones: debían ocupar las intendencias y las gobernaciones de inmediato.

La verdadera historia

Pinochet fue de inmediato la severa cabeza del derrocamiento. Sus ojos irradiaron venganza y una aspiración fundacional, pero de ninguna manera había sido el organizador y protagonista fundamental del 11/9. El momento en que finalmente se inclinó hacia los conjurados no guarda relación con aquello que ha intentado testimoniar y repetir en público. Si bien la CIA arroja una tenue sombra de duda sobre su fidelidad al Gobierno, la evidencia de que se sumó a la asonada cuando ya estaba preparada es copiosa desde hace años.

El libro La Conjura, de Mónica González, Premio Nacional de Periodismo, se convirtió hace 23 años en una contundente refutación. La enorme reconstrucción del camino que llevó al golpe se basa en los diarios de uno de sus cerebros, el general Sergio Arellano Stark, quien luego estaría involucrado en la llamada Caravana de la muerte, en el norte chileno. "Es triste, pero debo reconocer que hemos empezado a perder la confianza en Augusto Pinochet. A pesar de todo, y en esto discrepo de otros generales, soy partidario de avisarle a última hora de nuestra decisión de derrocar al Gobierno de Salvador Allende ya que necesitamos actuar como institución y sin correr el riesgo de quiebres", anota Arellano.

González no duda: El día decisivo es un "atrevido ejercicio de rescritura de la historia". Como recuerda a su vez el historiador Alfredo Sepúlveda, "en un mundo sin mensajería instantánea ni teléfonos inteligentes", el mutismo el jefe del Ejército resultaba "preocupante" a las autoridades de la Marina, la Fuerza Aérea y otros altos oficiales del arma terrestre, en la antesala del asalto al poder. "¿Tendrían que enfrentarse a la mitad del Ejército?”. El 8 de septiembre, Arellano busca a Pinochet por todo Santiago. Por la noche logra reunirse con él y lo pone al tanto de lo que ocurriría. "Habló poco esa noche. Estaba preocupado". Arellano abandonó su casa sin saber de qué lado estaba.

Se suma en el último momento

El futuro dictador se sumó a la embestida contra las instituciones, en el mejor de los casos el 9 de septiembre, el día que envió a su esposa y sus dos hijos pequeños a la Escuela de Alta Montaña, en Río Blanco, a unos 120 kilómetros al norte de la capital, por si todo fracasaba. Su versión de que tomó juramento al generalato en las vísperas del ataque es fantasiosa. Ningún alto oficial lo confirmó.

El general esperó el día "D" en el Regimiento de Telecomunicaciones del Ejército, en Peñalolén, en la periferia de Santiago. Sobreactuó su antiallendismo de la única manera que podía intimidar, más que convencer: a partir de una extrema crueldad. Así lo confirmó también el general del Ejército Sergio Nuño Bawden, quien integró el Comando de Operaciones de las Fuerzas Armadas (COFA) desde donde se dirigió el ataque a La Moneda. Falleció en 2017. Sus cartas van en la misma dirección de las impresiones dejadas por Arellano. "El haber participado en el movimiento militar, que siempre he considerado legítimo y necesario, no significa que deba traicionar mi conciencia al silenciar íntimamente mi repudio y rechazo a incalificables atropellos a los derechos humanos".

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