Guerra en el este de Europa

Bombas de racimo, un arma que divide a la OTAN y agrava el riesgo para los civiles en Ucrania

Bombas de racimo

Bombas de racimo / STRINGER / AUSTRALIA

Ricardo Mir de Francia

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La última vez que las bombas de racimo se emplearon de forma masiva en una guerra fue particularmente cruel. Sucedió en los estertores de la guerra del Líbano del 2006, librada entre Israel y la guerrilla libanesa de Hizbulá. En las últimas 72 horas de aquel conflicto, cuando el Consejo de Seguridad de la ONU había ya aprobado un alto el fuego y el final de la contienda era inminente, el ejército israelí roció el sur del Líbano con cuatro millones de pequeñas bombas, según la investigación posterior de los equipos de desminado de la ONU. Desde la guerra del Golfo no se veía nada igual. Aquella tormenta indiscriminada no solo hizo estragos en el luctuoso redoble final de la guerra, sino que siguió matando mucho tiempo después de que las armas callaran. En los 16 meses posteriores al conflicto, casi 200 civiles --muchos de ellos niños-- murieron al tropezar con el plomo de los racimos.

El brutal ataque israelí dio impulso a las iniciativas diplomáticas para prohibir las bombas de racimo, proyectiles lanzados por la artillería o la aviación que se abren antes de tocar tierra y diseminan decenas de bombas o submuniciones del tamaño de un puño, capaces de perforar vehículos blindados, atravesar fachadas o matar personas. Su falta de precisión las convierte en un arma indiscriminada incapaz de distinguir entre combatientes y civiles, a lo que hay que añadir los elevados porcentajes de fallo de esta munición al tocar tierra, lo que suele dejar intacto todo su potencial. El caso más extremo es el de Laos, donde, según la Cruz Roja, siguen muriendo unas 300 personas al año a causa de las 80 millones de submuniciones de racimo que quedan en el país medio siglo después de que Estados Unidos lo bombardeara masivamente durante la guerra de Vietnam. 

Esos factores hicieron que a finales del 2008 se firmara la Convención sobre Municiones en Racimo, que prohíbe el uso, fabricación y almacenamiento de estas armas y que pasó a formar parte del corpus del derecho internacional. Pero el tratado solo ha sido ratificado por 123 países, una lista que excluye a Rusia, Ucrania, Estados Unidos y siete países más de la OTAN. Y la polémica vuelve a estar ahora sobre la mesa, después de que Washington enviara esta misma semana a Kiev bombas de racimo con las que pretende ayudarle a romper las defensas rusas durante la contraofensiva en curso. La decisión ha dividido a los aliados de la Alianza Atlántica y soliviantado a las organizaciones de derechos humanos, al tiempo que ponía en evidencia el doble rasero que impera a menudo en las relaciones internacionales.

Utilizadas desde hace meses en Ucrania

Lo cierto es que las bombas de racimo –empleadas en la mayoría de conflictos de las últimas décadas, desde Yugoslavia a Afganistán, Irak o Yemen-- ya se han venido utilizando de forma recurrente en Ucrania desde el inicio de la invasión rusa a gran escala. Principalmente, por las fuerzas del Kremlin, pero también el ejército ucraniano, según organizaciones como Human Rights Watch (HRW), que ha documentado su empleo en al menos 10 de las 24 provincias del país. El peor ataque con este tipo de armamento se produjo en Kramatorsk (Donetsk) en abril de 2022, cuando un misil balístico ruso Tochka-U cargado con bombas de fragmentación golpeó la estación de tren de la ciudad. Al menos 58 civiles murieron en el ataque y un centenar resultaron heridos. Del lado ucraniano se habrían utilizado principalmente en Izium (Járkov) durante el periodo en que estuvo ocupada por las tropas rusas, donde “causaron numerosas muertes y serias heridas a los civiles”, según HRW. 

Estados Unidos ha justificado la entrega de las bombas de racimo, llamadas a ser lanzadas desde los cañones de artillería de 155 milímetros Howitzer, por las carencias de artillería convencional que enfrenta Ucrania, que se ha visto obligada a racionar su uso e imponer un tope de 100.000 rondas mensuales, así como por las dificultades de la industria para producir al ritmo requerido. “Se han quedado sin munición”, dijo el presidente Joe Biden la semana pasada. La OTAN ha acatado la decisión afirmando que corresponde a los aliados decidir qué tipo de armamento aportan, a pesar de que su secretario general, Jens Stoltenberg, criticó duramente a Rusia a principios de la guerra este tipo de munición, que calificó de “inhumano” y “contrario al derecho internacional”.

División en el seno de la OTAN

Países como España, Reino Unido, Canadá o Nueva Zelanda se ha manifestado en contra del envío de bombas de racimo. “España, desde el compromiso firme que tiene con Ucrania, tiene también un compromiso firme en que determinadas armas y bombas no se pueden entregar en ningún caso”, dijo la semana pasada la ministra de Defensa, Margarita Robles. Pero Kiev sostiene que podrían ser un “factor decisivo” para liberar los territorios ocupados, como antes lo fueron los Howitzer o los sistemas Himars. “Sin duda es capaz de tener un extraordinario impacto psicológico y emocional en los ya desmoralizados grupos de ocupación rusos”, dijo hace unos días el asesor presidencial ucraniano, Mijailo Podoliak. Su país se ha comprometido a no utilizar las bombas de fragmentación en territorio ruso ni en las zonas urbanas actualmente ocupadas por el Kremlin. 

Muchos expertos militares consideran que estas armas puede resultar muy efectivas contra fuerzas atrincheradas como las rusas y, al mismo tiempo, proporcionar cobertura para el avance de las tropas ucranianas. Otros consideran, en cambio, que existen alternativas menos indiscriminadas que podrían cumplir esa misma función. Para las organizaciones de desarme y derechos humanos no existe debate posible. “La decisión de la Administración Biden contribuirá al número terrible de bajas que están sufriendo los civiles ucranianos, tanto de forma inmediata como en los años venideros”, ha dicho el reconocido experto canadiense en desarme, Paul Hannon.

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