Jersón, ¿cambio de tornas?
Expulsar al invasor a la otra orilla del Dniéper no solo supondría un serio golpe a la moral y a la imagen de las fuerzas armadas rusas, sino que supondría una amenaza muy directa a su posición en la península de Crimea
Jesús A. Núñez Villaverde
Codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH).
Finalmente, Kiev ha decidido pasar de las palabras a los hechos y ha iniciado una serie de ataques a través de varios ejes de progresión en el 'oblast' de Jersón, rompiendo así el estancamiento (violento en todo caso) en el que había entrado la guerra. Más allá de alimentar la moral de las tropas y de la ciudadanía con un discurso que se atreve ya a pronosticar la victoria como único resultado final, Volodímir Zelenski parece sentirse en condiciones de pasar de una actitud defensiva a otra netamente ofensiva, aunque resulte imposible ahora mismo determinar cuáles son los objetivos de la operación desencadenada a principios de esta misma semana.
De momento el esfuerzo principal parece centrarse en reconquistar el terreno ocupado por Rusia al oeste del río Dniéper, incluyendo la propia capital de la región, lo que supone casi un tercio de sus 28.000 km2. Allí se despliegan unos 25.000 soldados rusos que, si bien han logrado consolidar sus posiciones defensivas, dificultando por lo tanto el posible avance ucraniano, saben que todos los puentes (incluidos los pontones provisionales) sobre dicho río han sido destruidos por Kiev; lo que significa que no solo apenas pueden recibir refuerzos y abastecimiento para resistir el asalto, sino que las vías de retirada para evitar una aniquilación o un embolsamiento vergonzoso están prácticamente taponadas.
Para llegar hasta aquí Kiev ha tenido que generar una superioridad de fuerzas -al menos de tres a uno a su favor-, sin tener que desguarnecer otros frentes en los que Moscú sigue apretando -en agosto ha logrado sumar otros 400 km2. Y también ha conseguido, gracias a los suministros que le siguen proporcionando decenas de países, acumular los medios artilleros y aéreos para proteger el avance de su infantería, así como evitar que Rusia logre el total dominio del espacio aéreo.
Pero nada de eso le asegura el éxito. Por un lado, queda por ver el grado de resistencia que ejercerán las tropas rusas -dependiendo de que decidan organizar una defensa a toda costa, de que opten por una retirada desesperada antes de que los atacantes cierren el cerco o de que estén dispuestos a utilizar alguna de las bazas que hasta ahora no han empleado (incluyendo armas nucleares como último recurso)-. Por otro, tampoco está claro hasta dónde puede llegar Kiev y durante cuánto tiempo puede mantener el ritmo de ataque actual, cuando sus mejores tropas llegan a este punto con un alto grado de desgaste.
En todo caso, el estímulo para insistir en lo que Kiev todavía no se atreve a calificar de ofensiva en toda regla es innegable. Sin que la pérdida de ese terreno pueda interpretarse como una victoria definitiva, expulsar al invasor a la otra orilla del Dniéper no solo supondría un serio golpe a la moral y a la imagen de las fuerzas armadas rusas, sino que supondría una amenaza muy directa a su posición en la península de Crimea.
Y todo esto sucede mientras siguen muriendo en extrañas circunstancias figuras prominentes molestas para el Kremlin (ahora el presidente de la petrolera Lukoil, crítico con la invasión). Entretanto, los inspectores de la Agencia Internacional de la Energía Atómica se afanan para poder garantizar la seguridad de la mayor central nuclear de Europa a pesar de los obstáculos que Moscú pone a su labor. Y mientras la Unión Europea aprueba una misión de adiestramiento de las fuerzas armadas ucranianas que, por encima de cualquier otra consideración, da a entender que los Veintisiete asumen que la guerra va a ser larga.
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