Relación diplomática

China y los talibanes pactan una relación tan incómoda como inevitable

El pasado mes de julio se reunieron el ministro de Exteriores chino y uno de los principales líderes de los talibanes

Pekín pidió a los extremistas islámicos que Afganistán no sea el refugio de grupos terroristas del pasado

Afganistán China

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Adrián Foncillas

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Las tropas estadounidenses en Afganistán fueron una excepción a los lamentos chinos por la atosigante presencia militar de Washington en sus fronteras porque durante dos décadas estabilizaron un país genéticamente inestable. Los lamentos llegaron con su apresurada partida. Lo resumió Wang Yi, ministro de Exteriores: "Estados Unidos, que creó el problema afgano, debe actuar con responsabilidad y asegurar una transición ordenada. No puede irse dejando todo el lío detrás y pasar la carga a otros".  

Ese es el cuadro y no el que describen los titulares perezosos: China no se ha aliado con los terroristas ni pretende ocupar el vacío en Afganistán ni esquilmar sus recursos naturales. Está lidiando con un problema mayúsculo en su patio trasero con un serio peligro de contagio.  

La solución llegó, como siempre, del pragmatismo. No se intuye un socio más incómodo para el Partido Comunista, genéticamente ateo, que unos radicales islámicos, pero el mes pasado recibió en Tianjin a una delegación encabezada por el mulá Abdul Ghani Baradar, fundador y jefe político de los talibanes.

En esa ciudad, a una hora de la Pekín, se sentaron las bases de la relación. China pidió que se protegieran sus inversiones y ciudadanos y que el país no se convirtiera de nuevo en un nido de terroristas. Aceptó el mulá, pero China siguió pidiendo a sus nacionales que se marcharan a la carrera.

Tormenta geopolítica

Los talibanes partieron de Tianjin con un gaseoso compromiso de ayuda en la reconstrucción del país y el baño de legitimidad global que otorgaba la foto. Las tropelías chinas sobre los uigures, un asunto que debería de irritar a cualquier musulmán, quedaron fuera del orden del día.  

El terrorismo es la principal inquietud de Pekín. China y Afganistán comparten una frontera minúscula de 80 kilómetros en el corredor de Wakhan, difícilmente franqueable, pero el tránsito es más fácil a través de Tayikistán, con una creciente presencia de islamismo radical. En provincias afganas cercanas a China se juntaban el pasado año unos 500 miembros del Movimiento Islámico del Turkestán Oriental (ETIM), según un informe de la ONU. Sobre su peligrosidad no hay dudas.

El grupo uigur cometió numerosos atentados en China hasta que el control policial en Xinjiang les puso fin. El ETIM se mantiene en la lista de organizaciones terroristas de la ONU y sólo la tormenta geopolítica del pasado año explica que Estados Unidos lo sacara de la suya. Existen dudas razonables sobre la voluntad y capacidad talibán de embridar a una organización afín.  

La llegada de los talibanes no tendrá consecuencias para la seguridad china a corto plazo, asegura Raffaello Pantucci, experto en terrorismo en la zona del Royal United Services Institute de Londres. "Pero a medio y largo plazo exigirá mucha más atención de Pekín hacia un socio inherentemente inestable que está sentado en su frontera ya que no puede confiar plenamente en que cumplirá lo que pretende. Hay preocupaciones serias sobre la posibilidad de que grupos uigures o antichinos usen Afganistán como base de operaciones", señala. Es una diferencia notable, añade, si lo comparamos con el anterior gobierno que disponía de estructuras y reconocimiento internacional.  

Contexto de incertidumbre

Los expertos mejor informados han desmontado el mito de las inversiones chinas en Afganistán. Son fruslerías si atendemos a la realidad. "Son pequeñas y muy por debajo de su potencial", sentó el pasado año un informe de Brookings Institution. Una compañía china firmó un contrato en 2007 para extraer cobre y otra consiguió la adjudicación de una explotación petrolífera cuatro años después. Los dos proyectos siguen en el limbo. Si China mantuvo un interés mínimo en invertir en un país razonablemente sólido, es improbable que lo aumente en este contexto de incertidumbre. 

Su huella, en cambio, es ubicua en Asia central, e inquieta que ahí resuenen los ecos de la victoria talibán y alimenten movimientos similares. Esa es la vía de salida de la nueva Ruta de la Seda, el megaproyecto de comercio global. Nueve trabajadores chinos fallecieron en julio en un atentado en Pakistán que los expertos atribuyen al ETIM. 

La prensa nacional alude estos días a la enésima "humillación" del evangelismo democratizador de Estados Unidos en la zona y constata que la transición de poder en Afganistán ha sido más armoniosa que la salida de Donald Trump. También aclara que China no enviará tropas ni se involucrará más de lo necesario en esa "tumba de imperios". No es Afganistán para China una oportunidad de oro sino una peligrosa trampa en la que urge minimizar daños.

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