Una losa insoportable

Argentina y Venezuela se sumergen en crisis propias de finales de ciclo político

ALBERT GARRIDO

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Algo profundamente extravagante y demagógico une en el despropósito y en la tendencia a descubrir una conspiración detrás de cada esquina a los gobiernos, por no decir regímenes, de Argentina y Venezuela. En ellos alienta una afición desmedida a recurrir al victimismo mientras la economía se hunde y la crisis social avanza, a pesar de tratarse de dos países capaces de poner en los mercados recursos más que notables para llevar una vida desahogada. La “embestida mediática y judicial” a la que se refiere Jorge Capitanich, jefe de Gabinete argentino, y este “eje Madrid-Bogotá-Miami” –eje del mal, pudiera decirse– vislumbrado por Nicolás Maduro, presidente de Venezuela, comparten la afición o el recurso por el origen espurio, ajeno a su gestión, de la tragedia nacional. Pero el caso es que no hay forma de esclarecer en qué circunstancias se produjo la muerte del fiscal Alberto Nisman en su apartamento de Buenos Aires ni en qué presuntos manejos anda metido Antonio Ledezma, alcalde metropolitano de Caracas y destacada personalidad de la oposición, detenido el jueves en su despacho por el Servicio Bolivariano de Inteligencia.

Hay, en cambio, algunas certidumbres en ambos casos que llevan a pensar que los dos presidentes afectados, Nicolás Maduro y Cristina Fernández, han recurrido a la vieja táctica de huir hacia adelante para no tener que enfrentarse lo que quieren dejar atrás: un caos económicos con mal pronóstico y una degradación permanente, interna y externa, de sus gobiernos, de aquellas apuestas de futuro que el presente ha dejado desnudas. En ambos casos, también, se asiste a un proceso de ensimismamiento que convierte a los gestores de los proyectos impugnados por los resultados –el chavismo y el kirchnerismo– en caricaturas de quienes los concibieron originalmente, Hugo Chávez y Néstor Kirchner. De tal manera, que no solo parecen haber perdido el ímpetu y la vigencia de los primeros días, sino que presentan el perfil clásico de una herramienta de poder manejada por un grupo, tendencia o ideología política con el único o muy principal objetivo de mantenerse en el poder el mayor tiempo posible.

Las contradicciones en las que ha incurrido la presidenta de Argentina desde que se tuvo noticias de la muerte de Nisman, que la acusaba de haber encubierto la responsabilidad de Irán en el atentado contra la mutua judía AMIA –86 muertos el 18 de julio de 1994–, han resultado tan confusas como poco exculpatorias. Han sido más bien el catalizador de la protesta popular que llenó las calles de Buenos Aires y otras ciudades con una multitud silenciosa que exige diligencia a los tribunales y transparencia a los gobernantes. Ese requisito esencial para que en Argentina, como en tantos lugares, se ponga remedio a la propensión cada vez mayor a entender los salones del poder como aquellos lugares en los que todo es posible y casi nunca honorable, ese cambio en las costumbres que puede restablecer en la política los valores cívicos que a menudo acaban hechos girones.

En el caso de Maduro, más que de contradicciones, cabe hablar de extrañas fabulaciones o suposiciones que, si no lo son, obligan a quien las difunde a aportar pruebas para que la opinión pública esté debidamente informada. Lo único del todo cierto es que el líder opositor Leopoldo López lleva un año en la cárcel y ahora se une a él Ledezma. Y es igualmente cierto que el desabastecimiento, la inflación galopante y la crisis de divisas llevan directamente a Venezuela a un callejón sin salida, que antes perjudicará a los más vulnerables, en cuyo nombre dice actuar Maduro, que a quienes disponen de un margen mayor de resistencia ante la adversidad. Para resumirlo en pocas palabras: Chávez soñó con un petróleo a 200 dólares el barril para financiar la revolución bolivariana, pero anda hoy por los 50-60 dólares, dependiendo de las calidades, y es poco probable que vuelva a cotizarse a los precios estratosféricos de hace seis o siete años.

“Nisman ha pasado a ser el símbolo, para importantes franjas ciudadanas, incluso para aquellas que desconocían la personalidad del fiscal desaparecido, de que el país necesita un cambio copernicano de políticas y de estilos”, escribió el editorialista del diario La Nación, de Buenos Aires. “Un Gobierno que se precia ante los miembros de Unasur de ser demócrata no puede seguir utilizando los tribunales y la fiscalía para perseguir a quienes se le oponen”, se dice en las páginas de Opinión de Tal Cual, uno de los poquísimos exponentes de prensa de oposición que queda en Venezuela. Algo así como que también en Venezuela hace falta un cambio copernicano, una rectificación que legitime esa oferta de nacionalismo socializante que pueda acabar el año con una inflación de tres dígitos, insoportable para las economías de los más débiles y ruinosa para el Estado.

Sería ingenuo negar que el Gobierno de Venezuela tiene que hacer frente a poderosos adversarios, pero no es menos ingenuo llegar a la conclusión de que cuanto sucede hoy bajo el paraguas poschavista es fruto de un complot interior con apoyo exterior. Esa fue seguramente la estructura del golpe de Estado que en el 2002 estuvo a punto de triunfar, pero desde aquellas fechas hasta ahora han pasado tantas cosas que es absurdo seguir anclado en las teorías conspiratorias de la historia. Dicho de otra forma, el chavismo se ha revelado como un proyecto ineficaz, insostenible e inclinado al clientelismo político, inspirado a menudo en un modelo –el cubano– asimismo ineficaz y en el ocaso de su ciclo histórico; un modelo que no ha evitado, además, las consabidas luchas por el poder en el seno del Partido Socialista Unificado de Venezuela (PSUV), convertido en una formidable máquina de poder político y agitación popular que propende a estimular el culto a la personalidad: antes con Chávez; hoy con Maduro.

¿Qué decir del caso argentino? Desde el final de la dictadura, los peronistas han entendido las etapas en las que no gobernaron como periodos de excepción, así se tratase de Raúl Alfonsín, un hombre honrado, que de Fernando de la Rúa, un político incompetente. El corralito de 2001 abrió las puertas al regreso triunfal del peronismo e hizo olvidar los errores de Carlos Saúl Menem, y, al mismo tiempo, permitió que cundiera la especie de que con Néstor Kirchner llegaba al puente de mando una tercera vía en la que se mezclaban, nacionalismo, prosperidad y solidaridad continental. Así nació el kirchnerismo, revisión para el siglo XXI del peronismo cuya vigencia entró en crisis en cuanto se pasó del original a la fotocopia (la presidencia de Cristina Fernández), de la posmodernidad a los atrevimientos contables de los cachorros del justicialismo, cuya máxima expresión es Axel Kicillof. Se mantuvo el culto a la personalidad y el recuerdo permanente del magisterio de los difuntos, pero los casos de corrupción lo emponzoñaron todo y ahora más parece que la culpa debe recaer en los comentarios del editor de Clarín, Ricardo Roa, paradigma de la oposición a la presidenta, que en el quehacer lleno de sospechas de quienes gobiernan.

Roa afirma en uno de sus comentarios: “El kirchnerismo se enrosca cada vez más sobre sí mismo. Se sintió dueño del poder para largo y así también se supuso impune en los tribunales. Pero cuando un ciclo se acaba, se acaba para todo”. También el chavismo, el PSUV, los herederos del líder fallecido albergaron este sentimiento de continuidad, de permanencia, de poder largo, pero puede que se hallen a las puertas de su final de ciclo, de ese momento inevitable en el que parece que todo conspira para que nada funcione, para que crezcan los adversarios y no quede más remedio que resistir sin esperanza o desistir. Hay en el discurso último de Maduro todas las señales de agotamiento del modelo, de negación de la lógica para construir un relato de cuanto sucede despegado de la realidad. Y también lo hay en la respuesta de Cristina Fernández y su entorno a las reclamaciones de la calle que protesta, como si aceptar la realidad equivaliese a ser aplastado por una losa insoportable.