RETRATO DE UN PULSO SINGULAR EN JERUSALÉN
Guerra de sexos en el muro
Ricardo Mir de Francia
Periodista
Especialista en política internacional y reportero. Fue corresponsal en Washington durante una década, donde cubrió las presidencias de Obama, Trump y los inicios de Biden. Antes estuvo otros seis años en Oriente Medio. Licenciado en Periodismo por la Pompeu Fabra y con estudios de posgrado en Derecho Internacional, se ocupa actualmente de la guerra en Ucrania. Interesado también en temas de investigación, geopolítica de la energía, cambio climático y economía.
RICARDO MIR DE FRANCIA
JERUSALÉN
Anat Hoffman señala los matojos silvestres que crecen entre las lajas del Muro de las Lamentaciones, el único resto del templo judío de Jerusalén destruido por los romanos en el año 70 d.C. «Es la planta de la alcaparra», observa. «Nosotras somos esa planta. Nadie la cuida pero es lo que le da carácter al muro». Su congregación acaba de celebrar un servicio religioso dirigido por una rabina. Han rezado en alto, vestidas con el tallit (manto litúrgico) y recitando de unos rollos de la Torá (Pentateuco). Pero han tenido que hacerlo ocultas tras el llamado Arco de Robinson, fuera de la vista de todos.
Hoffman dirige a las Mujeres del Muro, un grupo de activistas religiosas que intenta llevar la igualdad de sexos al sanctasanctórum del judaísmo, donde hombres y mujeres rezan separados por celosías y por una tradición que les obliga a ellas a orar en silencio e individualmente. Se enfrentan a los arcanos del judaísmo más rigorista y misógino. Para los ultraortodoxos, que cada mañana dan gracias a Dios por no haberles hecho mujer, escuchar el cántico femenino equivale a un pecado como el adulterio o la fornicación.
El tribunal
Hace dos décadas, las Mujeres del Muro solicitaron al Tribunal Supremo de Israel permiso para rezar allí como lo hacen los hombres: alzando la voz, en grupo, recitando la Torá y vistiendo el tallit. Pero el alto tribunal se puso del lado de los tradicionalistas en el 2003, alegando que podrían generarse alteraciones del orden público.
Hoffman y su centenar de mujeres no han dejado de desafiar la prohibición. El primer viernes de cada mes judío acuden al muro a rezar como lo hacen los hombres, un desacato que implica sus riesgos.
Algunos ultraortodoxos se asoman por la celosía y las insultan o les arrojan objetos. «Sois una vergüenza, iros a casa», les decía este mes un zelote de barbas bíblicas. Tampoco la policía les da respiro. En julio arrestó a Hoffman mientras trataba de llegar hasta el muro abrazada a unos rollos de la Torá, le impuso una multa y le prohibió pisar la explanada en 30 días.
«Quiero lograr la separación de poderes. El Estado, el Parlamento y la policía se han puesto al servicio del rabino del muro, y han permitido que convierta el lugar en una sinagoga ultraortodoxa, cuando el judaísmo es una religión pluralista», explica Hoffman, subrayando que la mayoría de judíos del mundo son más liberales que la ortodoxia predominante en Israel. «Tenemos que convencerles para que abandonen su apatía y se movilicen», añade.
La actividad en el muro se regula por la ley de protección de los santos lugares de 1967, que prohíbe «la celebración de ceremonias religiosas que no se ajusten a la costumbre local». La pregunta es cuál es la costumbre local. Antes de la guerra de 1948, por ejemplo, hombres y mujeres rezaban juntos sin vallas ni celosías.
La ley judía
Para encontrar una respuesta muchos acuden a la ley judía. La halajá «exime» a las mujeres de llevar a cabo algunos preceptos que llama «positivos» y vincula al tiempo, como rezar con el tallit. «Los tradicionalistas entienden la exención como sinónimo de prohibición, a diferencia de nosotros», explica la rabina del movimiento conservador y activista de las Mujeres del Muro, Sandra Kochman.
Esa exención está, a su juicio, relacionada con la época en la que se escribió el Talmud. «En la época griega, la mujer tenía un estatus equiparable a los niños o los esclavos. No participaba en la vida pública, tampoco en el judaísmo. La pregunta es por qué no se modificó la ley si el papel de las mujeres ha cambiado con el tiempo», afirma Kochman.
Entre los hombres que rezan balanceando el torso frente a las losas, prevalece la opinión del rabino del muro, Shmuel Rabinowitz. «No es bueno cambiar la tradición», dice Abraham Ben Fresch. «Este es un lugar sagrado; si quieren hacer política que vayan al Parlamento».
Hoffman no piensa darse por vencida. Su batalla traspasa las reducidas dimensiones de la explanada sagrada. Quiere acabar con la segregación de sexos que los ultraortodoxos están imponiendo. Desde los autobuses a las oficinas de correos, las comisarías o los pasos de cebra. «El judaísmo no ha dejado de evolucionar, solo en Israel está congelado. Vamos a impugnar la segregación en el Tribunal Supremo», exclama combativa.
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