El Radar

El Emérito y el despecho

Muchos ciudadanos nos escriben sobre Juan Carlos I desde el desengaño de quien se siente traicionado en su confianza

Juan Carlos I

Juan Carlos I

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Joan Cañete Bayle
Joan Cañete Bayle

Subdirector de EL PERIÓDICO.

Especialista en Internacional, Transformación Digital, Política, Sociedad, Información Local, Análisis de Audiencias

Escribe desde España, Estados Unidos, Israel, Palestina, Oriente Medio

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Nunca pensé que escribiría esto: Isabel Díaz Ayuso tiene razón. La tiene, al menos, cuando dijo en referencia a l rey emérito, Juan Carlos I: «La ley es para todos la misma, pero no todos somos iguales ante la ley, porque el rey Juan Carlos no es ni muchísimo menos como usted». Es verdad. Juan Carlos I no es como todos. Como los seguidores de The Crown han aprendido después de cuatro temporadas, el jefe de Estado de una monarquía constitucional es mucho más que un ciudadano. Es un símbolo. En el caso de España, constitucionalmente, simboliza la unidad y la permanencia del Estado.

Este carácter histórico tiene profundas derivadas: legales (la inviolabilidad);protocolarias; históricas;y también personales. Los miembros de la familia real gozan de prerrogativas a causa de su carácter de símbolo, pero también deben asumir lo que ello conlleva: la obligación de la ejemplaridad. Juan Carlos I, como gran símbolo, debería haber sido más ejemplar que nadie. Esta es la delicada porcelana que se ha roto desde el affaire de Botsuana y que ya es imposible de recomponer. Es en ese sentido que Ayuso tiene razón: Juan Carlos I no es como usted. Ni como yo. Debería ser mucho mejor, más ejemplar que nadie, por encima de cualquier sombra de sospecha aunque solo fuera por puro instinto de supervivencia. Descubrir (algunos dirían que constatar) que no es así ha sido un golpe para muchos ciudadanos.

Bolsillos de cristal

«Cualquier institución pública debe tener los bolsillos de cristal. La transparencia debe regir sus principios», escribió Miguel Fernández-Palacios Gordon, desde Madrid. Es un fragmento de una de las decenas de cartas que hemos recibido en Entre Todos desde que en agosto el rey Emérito abandonó España. Desde entonces, Juan Carlos I es sin duda uno de los principales temas de conversación en España. El Emérito va desnudo, y la crudeza con la que se le han caído los ropajes es proporcional a la dureza con la que se muchos tratan su figura.

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Cuesta mucho encontrar argumentos en defensa de la figura del Emérito. Sí los hay de su trayectoria, así como de su hijo y de la institución de la monarquía. Pero desde un punto de vista personal, la decepción es enorme, sobre todo entre aquellos, compañeros de generación o la inmediatamente posterior, cuya vida adulta y trayectoria en un país democrático es inseparable de la figura de Juan Carlos I: «Ya jubilados, vemos que ese Rey que predicaba honradez cada Navidad es otro exponente de la eterna picaresca española», escribe Fernando de la Torre. En el tono de muchas de estas cartas es perceptible que hay muchos ‘viudos’ del Emérito que escriben desde un dolor íntimo. Como ciudadanos, en sus escritos transmiten indignación; personalmente, se les lee despechados, traicionados.

Significante vacío

Este elemento sentimental da fe de la magnitud de lo sucedido, y del potencial dañino que alberga el escándalo financiero alrededor de Juan Carlos I. Sin ejemplaridad el símbolo pierde significado, y corre el riesgo de convertirse en un significante vacío. La coyuntura no ayuda a la monarquía (enorme crisis económica y social; polarización y fragmentación política); el contexto, tampoco (el caso Urdangarin, la abdicación, el hecho de que la Corona haya pasado a formar parte del juego político entre los extremos del arco político a izquierda y derecha). La conversación pública es lo suficientemente madura como para diferenciar entre la persona y la institución, entre el legado histórico y político del reinado de Juan Carlos y sus escándalos personales y económicos. Aun así, levantar una muralla china entre Corona, hijo y padre en una institución hereditaria y vitalicia es tal vez pedir demasiada sofisticación. Y menos cuando se ha roto en mil añicos la porcelana de la confianza.

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