Homenaje de los ingenieros

Cerdà, el Julio Verne del urbanismo, llena el Palau de la Música

La naturaleza se abre paso en los ejes verdes del Eixample pese a la sequía y la indisciplina al volante

Vecinos, comerciantes y profesionales defienden el beneficio social de Consell de Cent y Borrell

Armand Villén, caracterizado de Ildefons Cerdà, con un ejemplar de la 'Teoría General de la Urbanización' en la mano.

Armand Villén, caracterizado de Ildefons Cerdà, con un ejemplar de la 'Teoría General de la Urbanización' en la mano. / JORDI COTRINA

Carles Cols

Carles Cols

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Con una cantata a la que pusieron voz el Orfeó Gracienc y el barítono Guillem Batllori, el Col·legi d’Enginyers de Camins, Canals i Ports celebró la noche del jueves en el Palau de la Música la festividad de su patrón, que no podía ser otro que Santo Domingo de la Calzada, pero este año la cita era especial, primero porque cumple este colegio profesional medio siglo de vida, y, segundo y más importante, porque la obra que decidieron poner en escena fue una mayúscula reivindicación de Ildefons Cerdà, no como un genio decimonónico que haya que estudiar solo en los libros de historia, sino como un Julio Verne del urbanismo o, más aún y a su pesar, una suerte de George Orwell ‘avant la lettre’.

Se llenó el Palau porque los ingenieros, según cuenta su decano, Pere Calvet, no solo son muy apegados a su oficio, sino que tienen muchos de ellos, además, una pasión musical poco conocida fuera de sus despachos profesionales. La idea de poner una partitura a la obra de Cerdà viene de lejos, de una idea que tuvieron hace años Albert Serratosa y Josep Espinet. Una ópera, como la dedicada en su día a Gaudí, les parecía quizá una meta demasiado ambiciosa. Al final, el elegido para poner música al texto de Esteve Miralles fue Albert Guinovart, autor de exitosos musicales, otra opción descartada, cara, sin duda, así que esta vez puso en el Palau una cantata que cumplió a la perfección con los dos principales objetivos planteados: subrayar de una vez por todas que Cerdà era ingeniero y no arquitecto (profesión que estudió, pero en la que no completó los estudios) y, más importante aún, poner altavoz a sus ideas. Su mayor legado, el Eixample, aunque mutilado y modificado, es internacionalmente conocido, pero su pensamiento, de una modernidad hoy que le quitaría el hipo a más de uno, se pasa injustamente por alto.

El Orfeó Gracienc, centenario este 2024, en el Palau de la Música.

El Orfeó Gracienc, centenario este 2024, en el Palau de la Música. / JORDI COTRINA

El director escénico de la obra, Armand Villén, fue el encargado de interpretar el papel de Cerdà entre cada una de las piezas musicales en las que el Orfeó Gracienc, dirigido por Pablo Larraz, recitaba fragmentos de la Teoría General de la Urbanización, el libro en la que el padre del Eixample dejó por escrito sus ideas. Pero cuando se silenciaban los instrumentos y las voces, Villén se ponía en la piel de Cerdà, que en vida fue un hombre muy permeable a las corrientes del socialismo utópico. Fue testigo de la caía de las murallas de la antigua Barcelona, un acto que en realidad tuvo muy poco de político. Fue una reivindicación social. La ciudad de las murallas había llegado a unas cotas de insalubridad insoportables, con 900 habitantes por hectárea, una barbaridad. Cuando presentó su proyecto de Eixample, aquel ingeniero era tanto o más idealista de lo que muchos años después sería George Orwell cuando vino a España a combatir el fascismo. Imaginó una nueva Barcelona en la que las distintas clases sociales compartieran las mismas calles y en las que todas las familias tuvieran a su disposición una vivienda digna y a bajo precio.

El barítono Guillem Batllori, en el papel de Cerdà.

El barítono Guillem Batllori, en el papel de Cerdà. / JORDI COTRINA

El paralelismo con Orwell no es un desatino. Cerdà, como muchos de sus contemporáneos, se vio muy influido por la obra más célebre de Étienne Cabet, ‘Viaje a Icaria’, en la que un expedicionario descubre una ciudad perfecta, igualitaria a más no poder, en la que incluso el dinero no tiene valor. Es un libro de 1840. En 1887, o sea, muerto ya Cerdà, Edward Bellamy publicó en Estados Unidos ‘El año 2000’, una obra que en cuando salió de imprenta se convirtió en la novela más leída desde ‘La cabaña del tío Tom’. Se convirtió en una suerte biblia laica sobre qué camino debía seguir la humanidad cara al futuro. Fue muy influyente en los años posteriores, en Orwell, por ejemplo, tanto que, cuando le llegó el momento de la decepción, se retractó de su perdida inocencia a través de ‘1984’, aquella distopía que cuanto más pasa el tiempo más real parece. Con ese contexto en mente en la platea del Palau de la Música, cada vez que Villén se dirigía al público –“la especulación es el monopolio más injustificable y repugnante”, “viva la libre elección de vivienda”…-- era una invitación a releer el actual Eixample, cada vez más en manos de fondos de inversión, como un ‘1984 urbanístico’. Fue, como poco, curioso.