30 aniversario

Los tesoros imprescindibles del Museu Egipci de Barcelona: visitas gratuitas este sábado

La naturaleza se abre paso en los ejes verdes del Eixample pese a la sequía y la indisciplina al volante

Varias vitrinas del Museu Egipci, en su trigésimo aniversario.

Varias vitrinas del Museu Egipci, en su trigésimo aniversario. / MARC ASENSIO

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Acaba de cumplir 30 años el Museu Egipci, una cifra que a las momias de los faraones les parecerá una eternidad de chiste, pues la historia de su imperio se extendió a lo largo de tres milenios, pero este es un centro cultural de Barcelona por el que cada año pasa un cuarto de millón de visitantes, que se dice pronto, y para soplar las velas han decidido sus gestores organizar una serie de actividades a lo largo de 2024. La primera será este próximo sábado 13 de abril.

Nada menos que unas puertas abiertas, o sea, la posibilidad de asomarse a la potente colección de piezas que en su faceta de mecenas ha reunido a lo largo de toda su vida Jordi Clos, empresario de profesión y egiptólogo de afición, algo que a este lado del Mediterráneo le convierte en una ‘avis’ tan rara como uno de esos ibis sagrados que en el país del Nilo momificaban -con una técnica bien curiosa- para que hacer más llevadero el viaje del familiar que iba al encuentro de Anubis a fin de que le pesara el alma. En el Museu Egipci, claro, tiene un par de esas momias ‘prêt-à-porter’ preparadas para ese viaje al más allá. Merece la pena no perdérselas. Luego, el motivo. Antes, el cumpleaños.

Fue un 23 de marzo, pero de 1994, cuando abrió por primera vez sus puertas al público el Museu Egipci, aunque su primera sede estuvo en la Rambla de Catalunya. Tardó un suspiro en mudarse, el tiempo de calibrar que la pasión de Clos no iba a caber entre aquellas primeras paredes. Eran otros tiempos. En las salas de subasta aún podían adquirirse piezas notables sin ser dueño de un pozo de petróleo. Después vendrían, además, las cesiones de coleccionistas particulares, como la del doctor Mariano Cano, cuyos herederos creyeron que aquellos tesoros que había reunido su padre cuando viajó a Egipto para conocer de primera mano las enfermedades tropicales lucirían más en las vitrinas del museo, situado actualmente y desde hace tres décadas en el 284 de la calle de València.

Jordi Clos, en una imagen de archivo.

Jordi Clos, en una imagen de archivo. / JOAN CORTADELLAS

“¡14 litros de tinta china, 30 pinceles, 62 lápices de mina blanda, 1 lápiz de mina dura, 27 gomas de borrar…!”. Tal vez a los entusiastas de las aventuras de Asterix les resultarán familiares estas líneas que encabezaban el álbum en el que el héroe galo conocía a Cleopatra. Con la historia del Museu Egipci se podría escribir un encabezamiento parecido. 5,5 millones de visitantes, 140.000 asistentes a los cursos y conferencias organizados por la Fundación Arqueológica Clos, 282.000 escolares de visita, 22 exposiciones temporales, 94 itinerantes, incluso en China…

No deberían extrañar estos registros, no solo porque la egiptología es, más que una pasión, una adicción, sino porque el título de algunas de las charlas son, solo con su título, auténticos ‘llenapistas’, como la que este mes imparte el profesor Javier Martínez Babón sobre “aspectos sórdidos en biografías de algunos faraones y familiares”. Promete no dejar nada en el tintero sobre cuatro episodios concretos de “conspiración, lujuria desmedida y asesinato” de distintas casas reales egipcias. Queda prometida aquí una futura reseña sobre esa conferencia.

Pero, a la vista de que lo inminente es una jornada de puertas abiertas (el próximo sábado, de 10 a 19.30 horas, con guía y plazas agotadas), puede que lo prioritario sea antes, de la mano de la directora del museo, Maixaixa Taulé, dar algún consejo sobre encarar esa visita. La colección es realmente extensa, sin igual en España por sus características, más de 1.200 piezas, así que parece poco aconsejable querer conocerla a fondo y en su totalidad. Es mejor enamorarse de entrada de unos pocos objetos y, al cabo de un tiempo, serles infiel y encariñarse de otros.

Maixaixa Taulé, directora del Museu Egipci.

Maixaixa Taulé, directora del Museu Egipci. / MARC ASENSIO

De las momias de ibis, por ejemplo. En el Museu Egipci se exhibe un sarcófago preciosamente tallado para uno de esos viajes al más allá y, en la vitrina situada justo enfrente, una momia. Con la cabeza recostada sobre una ala, quedaba el pobre animal perfectamente empaquetado pero lo sorprendente fue someter aquella momia a una tomografía, lo que permitió descubrir que los embalsamadores depositaron en su estómago una docena de caracoles, convencido en que en el más allá necesitaría sustento.

Otra parada ineludible en la jornada de puertas abiertas, o en cualquier otra fecha, por descontado, es frente a la talla de Ramsés III, un rostro inconfundible. Cualquier experto en historia de Roma, como decía el latinista Marc Mayer, debería reconocer los bustos de Tiberio por su boquita de piñón, y en idéntica correspondencia cualquier egiptólogo debería identificar a Ramsés III por ese aspecto aniñado. No es, de acuerdo, el gran Ramsés II, que reinó un siglo antes, pero mirarle a los ojos, aunque ahora sean de piedra, invita a recordar que aquel faraón fue el que borró del mapa a los hititas y, algo que siempre es interesante subrayar, sufrió la primera huelga de trabajadores documentada por escrito.

Murió degollado -el análisis de su momia así lo atestigua-, pero no por aquellos conflictos laborales que tuvo que encarar, sino porque la vida en palacio bajo su reinado fue de todo menos plácida. Su segunda esposa quiso asesinarle cuando supo que había decidido apartar a su hijo de la línea sucesoria. No logró consumar aquel regicidio y, claro, ella lo pagó con la vida, pero también su hijo, Pentaur, amortajado de una forma especialmente indigna y cruel, como Arnold Vosloo en la versión de ‘La momia’ de 1999. Su cuerpo fue descubierto en una misión arqueológica en 1881 y desde entonces se le conoce como “la momia que grita”. Le llenaron la boca con resina para que ese rictus de dolor de su cara fuera eterno. Pasados 3.000 años, aún lo es. Cosas de Ramsés III.

El príncipe Pentaur, la momia que grita.

El príncipe Pentaur, la momia que grita. / .

¿Es esta la pieza más notable del museo? Según los gustos. El calificativo de tesoro lo merece también, sin lugar a dudas, un pequeño pero hipnótico Osiris de oro, un objeto al alcance de poquísimas manos incluso en tiempos del imperio. No había minas de oro en Egipto. Este era un metal precioso que se obtenía por las armas o por las artes del comercio más allá de las fronteras. Lo que fuera con tal de fundir después una figura de un dios crucial en las creencias de los egipcios y, por extensión, en las otras religiones, porque los relatos míticos sobre Osiris, que muere y resucita, a veces resultan muy familiares.

El Museu Egipci.

El Museu Egipci. / MARC ASENSIO

Tampoco está nada mal, y menos con la pasión con que lo cuenta la directora del museo, el formidable busto felino de la diosa Sejmet, en cuyo honor se celebraba, ahí es nada, “la fiesta de la embriaguez”, en recuerdo al engaño que los hombres pergeñaron para saciar su sed de sangre humana. Le sirvieron un cuenco gigante de cerveza teñida de color rojo y, tras la cogorza, no volvió a ser la misma.

Todo esto y muchísimo más es lo que ofrece a la ciudad el Museu Egipci desde hace 30 años gracias a Jordi Clos, quizá el más apasionado egiptólogo catalán desde Eduard Toda. Sobre ambos, en concreto de a qué extremos llevó el segundo su pasión egipcia, versará buena parte de la próxima ‘newsletter’ del Eixample