Pánico a la pizarra
«Me decían que era tonto y siempre me reñían y me castigaban porque hacía muchas faltas en castellano, en catalán y en inglés. Y yo creía que era verdad, que era tonto. Me sentía muy diferente al resto de la clase». Así recuerda sus primeros años de escolarización Pau García, un alumno de 12 años y ahora en primero de ESO que, como tantos otros niños y niñas disléxicos, antes de ser diagnosticado de este trastorno de aprendizaje de base neurobiológica, han sufrido el ridículo y la penalización por sus errores. Algunos, como es su caso, pasando de curso gracias a un magno sobreesfuerzo que, de haber contado con un diagnóstico precoz, no hubiera sido necesario.
Al llegar a tercero de primaria, cuando tenía ocho años, su bajo estado de ánimo, dolores de barriga e incontinencia alertaron a sus padres de que algo no iba bien. «Fuimos un año a la psicóloga, que nos dijo que, en realidad, Pau lo que no llevaba bien es que yo viajara tanto -en aquel momento, por mi trabajo, solía hacerlo a menudo-», explica la madre de Pau, Agnès Ribas.
CAMBIO DE ESCUELA
Hartos de que los tutores castigaran al niño acusándole de no prestar atención, a pesar de reconocer sus altas capacidades e inteligencia, sus padres decidieron cambiarlo de colegio. Pero Pau seguía atemorizado por salir a la pizarra, «intentaba convencer a los profesores para que no me sacaran. Lo temía porque la clase se reía de mis faltas. Los profes me decían que no pasaba nada, que ya aprendería, y que no hiciera caso a los que se reían de mí. Pero yo no podía no hacerles caso. Solo había un compañero que, en lugar de reírse de mí, me ayudaba, diciéndome cómo se escribían las palabras», dice.
«Un día, me sacaron de clase y me llevaron a un sitio a hacer unos tests. Fuimos varios días», dice. «Allí nos dijeron que tenía dislexia», añade. Ahora, cuando alguien le pregunta a Pau qué es la dislexia, él responde: «Que el cerebro funciona diferente. Cuando quieres formar palabras, se te cruzan las letras. Pero no es un problema mental», puntualiza.
Desde el diagnóstico -que sirvió para detectar también la dislexia de su madre-, Pau está mucho más tranquilo y su relación con profesores, compañeros de clase y en casa, ha mejorado. «Las letras me siguen costando, pero ahora sé por qué y que, con más tiempo que los demás, puedo hacer lo mismo», declara Pau. «De mis nueve profesores, cuatro me ayudan mucho. El de catalán no me cuenta tantas faltas y con el de mates hacemos más cálculo mental, pero hay otros que siguen pensando que somos vagos. Y no es verdad, yo me esfuerzo», asegura Pau, que quiere ser biólogo.
RESPASOS DE LENGUA EN CASA
Además de la poca o mucha ayuda que Pau pueda recibir en clase, en casa dedican horas extras a ejercitar las letras. «Como mi padre es profesor de lengua y literatura, hacemos ejercicios, sobre todo cuando no tengo muchos deberes», explica Pau. «Los alumnos no diagnosticados aún son carne de cañón en el aula. La dislexia es la gran olvidada. A un hiperactivo se le medica, pero al disléxico se le considera un vago antes de que un centro privado -algunos cobrando hasta 900 euros- certifique la dislexia», lamenta el padre de Pau, Joan Garcia.
«La aplicación real del Prodiscat -protocolo de Ensenyament para detectar y acompañar la dislexia- queda a criterio de las escuelas y, sobre todo, de la sensibilidad de cada profesor», explica Joan. «Sigue habiendo muchas familias perdidas y a expensas del supuesto que un profesor -algunos por falta de formación sobre ello-, detecte la dificultad», añade.
«Mientras, las criaturas sufren una gran presión y sesiones extras de trabajo con logopedas y psicólogos. La teoría de la Conselleria d'Ensenyament está en la nube y debería bajar a la realidad, implantarse de igual manera que el protocolo de un ataque de corazón en un hospital», dice la madre de Pau que ha revivido ahora el duro camino escolar que a ella también le tocó sufrir.
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