Care Santos relata su mejor y su peor Navidad

La autora de 'Habitaciones cerradas' explica sus ágapes festivos en la segunda entrega de la serie en la que cuatro escritores (los otros tres son Rosa Ribas, Mikel Santiago y Carlos Zanón) cuentan las celebraciones navideñas que más recuerdos les traen

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Care Santos siempre se ha considerado afortunada porque logró vivir de la literatura muy pronto, pero se puede decir que los dos últimos años han sido especialmente buenos para esta prolífica escritora (Mataró, 1970): en el 2014 ganó el premio Ramon Llull por 'Desig de xocolata', y este año ha obtenido el Edebé de literatura juvenil por 'Mentida', y el premio Zoom de guion por la adaptación de su éxito 'Habitaciones cerradas'.  

La pava masajeada

El año pasado, preparé mi primer banquete de Acción de Gracias. Por supuesto, en el día que tocaba: el último jueves de noviembre. Con el menú que tocaba y con los invitados oportunos. La razón: agasajar a unos queridos amigos americanos en su primer año fuera de su país. Es decir, evitar la nostalgia ajena, que siempre es el mejor de los motivos para ponerse manos a la obra. Una parte de mi familia y un par de amigos vivieron con nosotros la experiencia. Adornamos la casa más pronto que nunca. Comimos un menú típicamente estadounidense y compartimos la alegría y un inesperado día festivo en pleno jueves laborable. Fue estupendo.

Lo más divertido fue preparar un menú tan extraño. Comprobar que las tradiciones, cuando son ajenas, no parecen tradiciones. Nunca había probado ninguna de las delicias que los ciudadanos estadounidenses se llevan a la mesa (y a la boca) en su familiar 'Thanksgiving day'. Me regañé a mí misma: con la de veces que habré visto la celebración en las películas, y nunca me he fijado en lo que hay en las fuentes del centro de la mesa.

Un pavo, sí, eso está claro. Pero me temo que el asunto es mucho más complejo. No saben cuánto.

comencé por lo seguro. Acudí a la pollería de toda la vida a buscar un pavo de unos seis kilos. Aprendí que los pavos comestibles es mejor que sean pavas, porque tienen la carne más jugosa. La mía, traída por encargo, tenía un aspecto lozano y apetitoso. En internet aprendí que había que prodigarle todo tipo de cuidados antes de cocinarla, empezando por mantenerla unos días dentro del frigorífico (lo ideal es cuatro). Comprobé que una pava de seis kilos instalada en tu nevera estorba más cada día que pasa. La víspera del gran día la masajeé (a la pava) con una mezcla de mantequilla y finas hierbas: eneldo, cebollino, sal y pimienta. Jamás había intimado tanto con un bicho tieso. Luego vino el relleno. 'The stuffing'. Toda una tradición, que cada ama de casa llena de misterios y secretos. Impone respeto tratar de emularla sin ensayos previos. Investigué en internet las diferentes opciones, leí lo que dice de pavos mi admirado James Salter en su estupendo 'Life is meals', consulté a mi amiga americana (que no cocina, pero es buena comensal) y opté por preparar mi versión con chorizos criollos argentinos y verduras. La más genuina parece que lleva salchicha picante, aunque también la hay vegetariana. Internet y Salter decían que el relleno puede ir dentro del pavo, alrededor del pavo o en una fuente aparte. Opté por la segunda opción sin hacerme más preguntas.

Aún faltaban los acompañamientos. El 'corn bread' (pan de maíz) fue todo un descubrimiento. Qué felicidad preparar un pan en cinco minutos y que salga tan rico, tan crujiente y tan inesperado. Hice dos: uno para completar el relleno del pavo (lo decía la receta) y otro para sacar a la mesa. Mis invitados trajeron judías verdes con ajo, puré de patatas y el indispensable 'pumpkin cake' o pastel de calabaza, que a nuestros ojos le da a la celebración navideña un aire precioso de fiesta infantil.

Cometí algunos errores, claro. La pava se descuajeringó en el último momento y se abrió de patas (con perdón). Compareció ante mis invitados con un aspecto poco elegante y en absoluto navideño. Nada que ver con aquellos dorados y prietos volátiles que en las películas presiden la mesa. Aunque, al parecer, a nadie le importó. Nuestro 'Thanksgiving day' tuvo el espíritu que debía tener. Brindamos por la amistad, el atrevimiento y la diferencia. Por tener algo que agradecer a nuestros dioses, sean los que sean. Por una estupenda Navidad diferente. Acaso la mejor.

La escena, claro, es la vida

Hay un texto teatral americano que suelo recordar por estas fechas. Se titula 'The long Christmas dinner' (la larga comida de Navidad), y su autor es Thorton Wilder, un hombre polifacético que nació en 1897 en Madison, Wisconsin. En su vida hizo de todo: compitió en Wimbledon en los años 20, fue traductor literario en los 30, hizo la guerra con honores en los 40 y más tarde comenzó una ya apuntada carrera de novelista y dramaturgo. Escribió con éxito, recibió premios importantes y llegó incluso a firmar un libreto de ópera basado, precisamente, en su larga comida de Navidad, con música de Paul Hindemith.

Pues bien. En ese texto, que abarca más de un siglo de la historia de una familia, se presenta la comida de Navidad como una línea temporal continua en que las personas aparecen y desaparecen, se suceden las unas a las otras, crecen, cobran protagonismo, repiten los mismos modelos que les antecedieron, se agostan y finalmente desaparecen de la escena para no volver. La escena, claro, es la vida. Los protagonistas somos todos nosotros.

También nuestras comidas de Navidad son un continuo temporal en el que los platos se llenan y se vacían mientras ocurren las mismas cosas. La vajilla es la misma año tras año. Los menús se repiten desde hace generaciones, y a nadie se le ocurriría que fueran otros. Sin repetición, de hecho, la comida navideña no sería tal. En escena siempre hay representantes de diversas generaciones. Todos cumplen su papel a la perfección: los abuelos recuerdan otros tiempos, lloran a los ausentes. Los padres han tomado las riendas de la celebración, se quejan, están atareados, las fiestas les agobian. Demasiado lío, demasiado gasto. Los niños se entregan a la alegría de la reunión, no conocen (aún) la nostalgia. No saben que en la siguiente escena serán los adultos atribulados. Y una después, los ancianos llorosos. Y la vajilla seguirá siendo la misma.

Eso es lo peor de la Navidad. De todas las navidades. Que tiene algo de hilo temporal infinito. Algo que no empieza ni termina ni puede interrumpirse. Nos guste o no, las escenas se suceden, idénticas. Incluso los diálogos se repiten: las mismas anécdotas, las mismas risas tras los mismos chistes. Solo algunos espectadores se renuevan, de vez en cuando. Pero es falso: en realidad, es como si fuéramos los mismos. Solo cambiamos de sitio en la mesa. A los desaparecidos se les recuerda durante un tiempo. Se les evoca a través de las historias, se les obliga a regresar durante un rato. Conozco familias que disponen la cubertería y la vajilla de modo que los difuntos tengan también su lugar en la mesa. Como si los difuntos pudieran de pronto llegar, comer y marcharse de nuevo. Después, pasado un tiempo, también se les olvida. Su nombre, sus peripecias, van desapareciendo de las sobremesas navideñas. Hay nuevas anécdotas, nuevos protagonistas, nuevos narradores. Los jóvenes de antaño envejecen para volverse patriarcas. Presiden la mesa. Cuentan chistes que sus hijos ya han oído mil veces y que sus nietos recibirán con alborozo.

Mi peor Navidad llega siempre cuando sobre el mantel de hilo —el mismo de cada año— quedan las migajas de los barquillos, las cáscaras de las nueces, los envoltorios de los turrones, y las palabras parecen tan gastadas como el día, ya ausente. Afuera es de noche, nadie quiere aún levantarse de la mesa. Tal vez no queda nada que decir. O tal vez lo que deba decirse nunca se dirá. Pero aquí seguimos, atrapados en esta cinta eterna del tiempo que no pasa ni se consume. Como en una obra teatral de un acto que durara cien años o más.