ARTÍCULOS DE OCASIÓN

Dylan y su controversia

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DAVID TRUEBA

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Da gusto asistir a controversias que tienen como fondo un debate cultural. Es tremendo padecer discusiones cuya esencia es el cotilleo o la vulgaridad. Por eso es tan apreciable que el paso de Bob Dylan por España, con conciertos en varias ciudades, dejara un rastro de polémica notable. Críticas encomiables de profesionales, pero quejas de algunos espectadores con cartas a periódicos, donde protestaban por la falta de empatía del cantante, su incapacidad para saludar o presentar a los músicos desde el escenario. También algunos de los grupos teloneros lamentaron que el artista impusiera un cordón de protección que les impedía saludarlo o acercarse a él. Y aún una anomalía más: en los conciertos se prohibía expresamente hacer fotos o grabaciones con el móvil, por lo que los empleados de seguridad transitaban con impotencia de un rincón a otro, incapaces de frenar el deseo de los asistentes de retratar al cantante. Pero era obvio que, gracias a esta imposible prohibición, el número de flases y gente alzando móviles se vio reducido a una escala razonable y tolerable. Así que pensé que quizá Dylan no está tan loco y enfebrecido como parece.

Tocaba asistir al último de sus conciertos en España. Cuando aún había gente esperando para verle salir del recinto, los organizadores me contaron que ya estaba camino de Francia. Fue visto en bicicleta por Donosti, pero nadie accedió ni a entrevistas ni a saludos, y durante la actuación no pronunció una sola palabra más allá de la letra de las canciones. Las versiones fueron incontestables, la banda sonaba como un perfecto ensamblado y su tono de voz ha adquirido mayor calidad que el deje gallináceo que lo hizo famoso, y detestable para tantos. Es decir, el artista está en forma y ofrece un espectáculo de precisión. No hay pantallas de vídeo ni proyecciones porque no quiere que distraigan de su puesta en escena, con focos estudiados al milímetro. Y no hay discursos ni qué bonita es Barcelona ni gracias España. Supongo que los que esperaban algo de eso eran ingenuos poco familiarizados con la trayectoria del artista.

La hosquedad de Dylan es histórica. Sus enfrentamientos con el público marcaron una línea de confrontación de la que nunca se ha apeado del todo. Considera que transitar por su mundo propio es mejor que andar agradando las opiniones ajenas. Es reservado y estudiadamente ambiguo. Detestarlo es fácil y no requiere esfuerzo. Pero admirarlo obliga a un ejercicio de inmersión, comprensión y estudio que el aficionado actual casi nunca quiere hacer. Acostumbrados a que el artista dore la píldora a su público, un poco a la manera de la folclórica clásica, el atronador silencio resulta incómodo. No hay recetas en la profesión, pero alguien debería estar atento al resultado artístico por encima de la fotogenia popular. Dylan fue llamado Judas por meter guitarras eléctricas. Hoy es afeada su racanería gestual, aunque hay un humor soterrado en cada uno de sus pasos y posturas, sombreros y actitudes. El músico triunfa en ocasiones. El letrista, siempre. Dylan boicotea a quien venga a tararear sus canciones, a las que varía el compás y las torna irreconocibles, porque ha padecido que algunas de sus composiciones se conviertan en himnos de misa y sean versionadas hasta en programas concurso, y su pretensión está en sacarlas de ese lodazal y devolverlas a una tradición musical olvidada y traicionada, que él pelea por dignificar en cada rasgueo y cada desplante.