Golpe Franco

'Insatisfaction' azulgrana

Joan Laporta se acerca a saludar a Mick Jagger y Ron Woods, miembros de los Rolling Stones.

Joan Laporta se acerca a saludar a Mick Jagger y Ron Woods, miembros de los Rolling Stones. / Jordi Cotrina

Juan Cruz

Juan Cruz

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Un Barça de ida y vuelta, contemplado desde el graderío por la más longeva de las bandas musicales del mundo, perdió ayer sin paliativos el clásico más peligroso del año. Porque cuestiona la capacidad de entusiasmo del equipo como única táctica posible y certificó la debilidad de su defensa como argumento para mantener las esperanzas que dan los goles solitarios. 

Ha sido, por decirlo como la mítica canción de los Rolling, que le pusieran lengua al encuentro, una satisfacción del Real Madrid (cuyos últimos minutos parecen diseñados por la pizarra de Relaño) y una aguda, triste, insatisfacción del Barça, espoleado por la inteligencia, luego apagada, de Gündogan. 

Ganarle al Madrid es difícil siempre, y ayer Xavi vistió a su equipo para ganarle, pero tiene tantas costuras el once que dirige que en algún momento tenía que perder el equilibrio de un triunfo tan exiguo.

Así que al Madrid le vinieron a ver dos dioses sucesivos, el fabuloso número cinco, Bellingham, porque ese jugador es de fábula, como lo fueron Cruyff y Messi o Di Stéfano, mientras que el fabuloso de los barcelonistas, Lewandowski no sólo tardó en entrar, sino que, además, tardó en jugar.

Esta es una derrota triste porque al Barça se mira ante un espejo propio, no hay ni trampa ni cartón, al Madrid lo vinieron a ver esos dioses y el dios del Barcelona no compareció, y lleva ausente mucho tiempo. Ese dios es una combinación de quienes ya no están, como aquel Messi y como Busquets, y uno que los podía emular a los dos, Pedri, como su compañero holandés, De Jong, persisten en el banquillo de los aislados por lesiones que parecen, a la vista de lo que suponen, eternas y dañinas.

Vi el encuentro en vilo, como si mi ánimo se fuera haciendo cargo del partido, de modo que toda esperanza se iba diluyendo a medida que se extendía sobre el terreno la sensación de que, además, al Barça se le adhería a sus desgracias la imposibilidad de salvar la mala suerte.

Algunos goles se diluyeron en ese espacio oscuro que le espera al equipo en los últimos metros, pero esa sucesión sin suerte que tiene el Barça cuando más necesita la alegría no dependió solo de los astros sino de los propios jugadores, marcados más por el entusiasmo que por la inteligencia. 

Hubo ocasiones, claro, y jugadas buenas, pero el Madrid tiene a Modric, que no es un futbolista demediado como lo es ahora Lewandowski, y tiene sobre todo a ese as de la manga del mar mayor del fútbol, Bellingham, que juega como si ya fuera una combinación de grandes de la historia y como si en su pie se alojara la historia misma de los aciertos del fútbol.

Contra un jugador así no basta con el entusiasmo (y los aciertos, que los tuvo) de un exjuvenil como Gavi. Es necesario desvestir la mala suerte y, además, cultivar una inteligencia que al Barça le está fallando: el equipo ha de jugar sabiendo que el otro, en este caso nada menos que el Madrid, tiene aire para ganar en el último minuto. 

Ese aire tiene el nombre de Modric y el apellido del fútbol, que fue, tras la primera parte, más de los blancos que de los que, como si ahora fuera un modo de burla propia, exhibieron como emblema una inmensa lengua de color azulgrana.