Campeonas del mundo

El dolor que esconde la gran hazaña de la mujer en el fútbol español

Olga Carmona celebra su gol en la final del Mundial con Mariona.

Olga Carmona celebra su gol en la final del Mundial con Mariona. / Steve Christo

Francisco Cabezas

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El chiste. La mofa. Las porterías, que son demasiado grandes. Menudo penalti ha tirado. Los cuerpos, que son pequeños y endebles. Se cansan antes. Qué guapa, qué fea. Las novias y los cotilleos de alcoba. La imagen, siempre sexualizada. El paternalismo. Malditas caprichosas. El acoso. El insulto. Pero, sobre todo, el desprecio. Ser mujer duele, también en el fútbol.

Ahora, fíjense en Olga Carmona, porque ahí lo entenderán todo. Sus hermanos eran niños normales. Claro, jugaban a fútbol. Y ella, tan menudita, pero con el genio propio de quien se ha pelado las rodillas en la gravilla de la carretera de Utrera, mandó a la porra a quienes creyeron que estaría más mona zapateando con un vestido flamenco que haciendo lo mismo que sus hermanos hombres. Ella quería correr detrás de un balón, que también es lo mismo que correr hacia la libertad.

Olga Carmona no lloró cuando marcó el que podía haber sido el gol de una vida, contra Suecia en la semifinal. Tampoco lo hizo este domingo cuando, sí, marcó el gol de una vida en la final del Mundial contra Inglaterra. Su gesto era duro. A veces una se acostumbra a llorar por dentro. Para llorar por fuera, siempre hay tiempo. 

En el camino quedaba el colegio, donde se hizo respetar por lo que quería, no por lo que se le imponía. Y el empeño de una madre a la que tanto echó de menos cuando cambió su adolescencia en Sevilla por una Madrid donde se crece a hostias. Una madre que vive en su cabeza, en su corazón, y en ese tatuaje en el que la tinta define el poder de un abrazo. Y el homenaje, para otra madre. Ésta, la de su mejor amiga. Falleció, pero la camiseta y la inscripción en bolígrafo quedan por siempre.

El éxito de la selección española de fútbol en el Mundial trasciende el deporte. Por supuesto, va mucho más allá de Jorge Vilda -claro, hombre- al que los de siempre querrán ahora canonizar. Esto va de Aitana Bonmatí, que no corre, aletea y cambia el tiempo y el espacio. Va de Jennifer Hermoso, al que su orgullo de extrarradio la llevó a querer lanzar un penalti que sólo pueden fallar quienes se consumen en el miedo. Va de Cata Coll, cuyas manos, duras, firmes, sostuvieron el sueño. Va de Salma Paralluelo, a la que no se le adivina otro futuro que el que a ella le dé la gana. Va de Mariona, que fue quien desplegó con su privilegiado botín a Olga Carmona la alfombra hacia el firmamento.

Y va, sí, de Alexia Putellas, quien sufrió como nunca encontrarse entre dos océanos, el de la industria que la ha disfrazado de reina y que la arrastró a jugar el Mundial pese a su rodilla, pese a su seleccionador; y el del tormento por no haber podido estar en el lado de quien quería. Mapi León, Patri Guijarro o Claudia Pina preparaban el Gamper mientras en Sídney se celebraba una hazaña.

No hay victoria sin cicatriz. Olga Carmona se derrumbó sobre el césped cuando acabó el partido. Ahora, sí, lloró. La Federación comunicó la muerte de su padre horas después de acabar el partido.

Llorar nunca cura.

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