La trinidad Pujol, Núñez y Cruyff

Jordi Pujol, Johan Cruyff y Josep Lluís Núñez brindan con cava en la celebración de la Copa de Europa de 1992.

Jordi Pujol, Johan Cruyff y Josep Lluís Núñez brindan con cava en la celebración de la Copa de Europa de 1992. / periodico

ANTONIO BIGATÁ

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Los chicos que juegan muy bien a fútbol suelen ser pícaros. No es una norma absoluta, y aquí tenemos sin ir más lejos el ejemplo contrario de Iniesta, pero sí una característica bastante general y Johan Cruyff es el mejor protagonista que ha vivido para corroborarlo. Porque el fútbol, si dejamos el balón y el pantalón corto al margen, es un encadenamiento de pequeños engaños continuos muy idóneo para los golfitos que saben hacer juegos de manos vertiginosos con los pies. Hago ver que voy a ir por aquí pero me iré por allí. Fingiré que acelero cuando en realidad me paro. Esconderé la pelota para que quienes la buscan ni siquiera la encuentren y chuten en el vacío. O la pasaré al que menos se espera. O la haré circular por lugares imposibles (entre las piernas del otro, por la espalda de quienes carecen de cintura, por encima de los más altos, por la parte exterior de la raya de cal que fija los límites…).

Cruyff ha sido un pillo entrañable y maravilloso especializado en todo eso cuando estaba en activo como jugador, entendiendo que correr y perseguir bien el balón servía para encontrarlo y para encontrar al mismo tiempo fama, reconocimiento y dinero. Pero su segundo éxito fue que luego lo supo prolongar desde el borde de los terrenos de juego, cuando los que tenían que correr ya eran otros. Entonces, con su magnetismo personal, su conocimiento del fútbol (concibiéndolo como deporte de estrategia de ataque), pero sobre todo con su comprensión de las entretelas de quienes lo practican y lo manejan, de quienes viven de él, de quienes se apasionan por él, de quienes hacen de sus colores las banderas de sus propios corazones, el personaje.

DESLUMBRANTE PARA TODOS POR IGUAL

Cruyff creció hasta dimensiones inigualables. Y eso es lo que deslumbró definitivamente al Camp Nou, tanto en sus segmentos burgueses (complacidos de tener a su servicio a alguien tan vivo y tan perseguidor del lucro como ellos mismos) como en las gradas populares (entusiasmadas por aquel chava capaz de subir en el ascensor social hasta el séptimo cielo a base de clase y de ausencia de complejos).

Le tocó sufrir de cerca a Núñez. En un tiempo en que la santísima trinidad del imaginario público catalán la formaban PujolNúñez y él, parecía (¡qué poca vista teníamos!) que el más pícaro de los tres era Johan. Porque le acompañaba cierta imagen de pesetero, derivada de los muchos millones que costó su fichaje y de los sueldos que cobraba (aunque luego todo el mundo reconociese que se ganaba lo que le pagaban), pero asimismo por lo bien que sabía defender sus intereses cuando se endosaba el mono de trabajo de su condición de botiguer gran vendedor del Producto Cruyff. A su lado, Pujol parecía un santo varón todo espiritualidad que todo lo hacía desinteresadamente por Catalunya, y Núñez forjaba un imperio construyendo en los chaflanes y forrando con camuflaje color verde-billete de mil sus limitaciones culturales y aquella realidad manifiesta de que el barcelonismo lo utilizaba porque lo necesitaba, pero no lo quería.

EL MÁS HONRADO ERA ÉL

Para la fina sensibilidad de Cruyff encontrarse con Núñez en un vestuario debió constituir una verdadera tortura. Cuando debía oír al constructor de esquinas dándole lecciones de fútbol o adoctrinándolo con aquella teoría tan suya de que a los clubs de fútbol hay que llevarlos como si fuesen empresas privadas, seguro que el holandés sonreía por dentro y por fuera. Y eso que en aquel tiempo las crónicas de los tribunales aún no nos habían explicado hasta adónde llevaba el entonces patrón del Barça sus ideas sobre cómo trasladar la idea del regate futbolero a lo que se podía llegar a hacer en las empresas privadas con los inspectores de Hacienda. En cualquier caso, la historia, que siempre ayuda a poner las cosas en su sitio, ya nos ha dicho que en aquella santísima trinidad de Catalunya el pícaro futbolero era con mucha diferencia -incluso pese a compenetrarse tan bien con las maneras de hacer de Jan Laporta- el mejor, el más honrado y el más barcelonista de los tres.

El fútbol moderno le debe mucho a Cruyff por su claridad de ideas respecto a dos cosas: el objetivo del juego es marcar goles engañando, y las grandes figuras son todavía mejores si se subordinan y trabajan en equipo. El Barça, en particular, le debe mucho a su desparpajo, ya que con esa arma enseñó a sacarse de encima muchos complejos.