Pedro Zaragoza, el inventor del turismo de 'sol y playa'

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Núria Navarro

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El turismo masivo tiene un precursor ibérico. Y no es Franco, como sostiene el urticante escritor Michael Houellebecq en su novela 'Serotonina', sino Pedro Zaragoza Orts (1922-2008), un astuto falangista que en 1950 cogió la vara de alcalde de Benidorm por tres meses y no la soltó hasta 17 años después. El hombre no solo convirtió un pueblo de 1.700 habitantes que vivía de la almadraba y la venta de boñigas como estiércol en la Manhattan del Levante, sino que también maquinó un márketing directo muy bizarro.

"Lo primero que hizo mi padre –recuerda su hijo Francisco– fue preguntarse: '¿Qué tenemos aquí?'. Sol y playa, y una gente estupenda que puede dar servicio al que venga". Con esa economía de recursos, trajo agua de 16 kilómetros adentro y, con un poco de trampa –lo reconoció él mismo–, hizo varios planes urbanísticos parciales y los tramitó como el primer Plan General de Ordenación Urbana en 1954. Suelo edificable a porrillo.

Tenía en mente una ciudad de vacaciones para la clase media. "No quería el modelo Marbella de ricos y famosos –explica el hijo–, sino gente que comprara un apartamentito e hiciera gasto en el súper y en los restaurantes". Cuantos más, mejor. Y vio que los rascacielos consumían menos suelo y recursos –cosa que hoy jalean los ecologistas–, y "pensó que el constructor que tirara hacia arriba, debía dejar un retranqueo proporcional destinado a zonas verdes al cuidado de las comunidades". Redondísimo.

'Operación biquini'

Los forasteros empezaron a asomar. Primero de Alicante, luego de Madrid y más tarde, del norte de Europa. Y en 1953, viendo que las inglesas trotaban por la orilla en biquini –pieza muy proscrita–, lo autorizó en sus playas. El arzobispado de Valencia no tardó en amenazarlo con la excomunión, lo que entonces significaba la pérdida de los derechos civiles, incluida la patria potestad de su primera hija. Tras aporrear sin éxito a las puertas del gobernador y del ministro, pidió audiencia a Franco. Así, por las buenas. "Mi padre, que era un crío, cogió la Vespa 125 y en ocho horas se plantó en El Pardo".

Como Benidorm no figuraba en el catálogo de playas decentes de Acción Católica, Zaragoza tuvo que sacar la artillería de argumentos económicos y políticos. "Necesitamos divisas, mi general, y el turismo las ofrece", "¿quién mejor que un extranjero para hablar bien de Europa"?", "vendamos sol embotellado" y, finalmente, "el biquini está mal visto, pero los fabrica Loewe". Lo de las divisas le hizo tilín al del Ferrol y, para respaldarlo, envió a su esposa Carmen Polo a pasar unos días en casa de Zaragoza.

Lapones, almendros y pañales

Zaragoza cogió carrerilla, instaló un consulado de Benidorm en Laponia y paseó a una familia de esquimales por Helsinki, Barcelona y Madrid vestidos al modo tradicional y con un cartel que decía que se iban a Benidorm (se ve que a la hora del baño se echaron al agua en pelotas, como era su costumbre).

También llenó los escaparates invernales de las calles principales de Estocolmo con ramas de almendros florecidos que llevó en avión; se comprometió a "pagar todos los bártulos de recién nacido" a los matrimonios vascos que se casaran por santa Begoña y engendraran en su pueblo y se inventó el festival de la canción de Benidorm, el trampolín de Julio Iglesias y Raphael. "Como era al aire libre, en la primera edición comprometió cinco millones de pesetas de su bolsillo para compensar a las emisoras del Movimiento si llovía", cuenta el hijo de Zaragoza.

No llovió. Cambió el régimen. El PSOE pidió que le pusieran una calle. Y hoy estudian sus andanzas en las facultades de Turismo.

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