Barcelona, 2020 después de Cristo

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Iosu de la Torre

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He visto las calles de Barcelona vacías minutos antes del toque de queda. Las 10 de la noche parecían las tres de la madrugada. He visto al quiosquero de la esquina de Diputació con Casanova levantando la persiana con las primeras luces del día. Y al empleado de una frutería adornando la parada con productos llegados de no sé qué huerta.

He visto las puertas blindadas de los hoteles de todas las estrellas como si esperasen un huracán para siempre. He visto carteles de 'se traspasa' o 'se alquila' en negocios 'cool' que han hecho 'crash'. He visto cómo aún quedan valientes que se atreven a abrir tiendas de ropa, pequeñas cafeterías e incluso una academia de idiomas. He visto gente esforzada camino del trabajo en una imagen digna de aquella parodia de Pepe Rubianes sobre lo cachondos que nos pone madrugar para ir a currar.

He visto coches de gran cilindrada varados sobre el área amarilla descargando maletas tras un fin de semana perimetral que comenzó un jueves por la noche. En ese mismo asfalto 'colau', he visto a una mujer en un armatoste de hormigón empeñada en reparar un ventilador desechado al anochecer de un martes y, horas después, a media mañana, he visto el artilugio abandonado en el mismo banco.

He visto cómo la zona más domesticada de la calle de Borrell amanece surcada por meadas de perro, como si no fuera fácil sanear el pavimento vertiendo agua traída de casa. He visto a un tipo en chandal, gorra de beísbol y mascarilla, recogiendo los excrementos de su mastín para arrojarlos en el contenedor del cartón.

He visto, día tras día, a cientos de niños haciendo cola para entrar y salir del cole por puertas diversas, prestando la cabeza al termómetro pistola esgrimido por un maestro. He visto cómo una burbuja de 20 chavales de Primaria se distribuye en un patio del Clínic para hacerse un tests porque un compañero de pupitre dio positivo, con los padres en un extremo y los niños en el otro mientras las enfermeras toman muestras y los profes mantenían el orden.

He visto repartidores de comida (y otras cosas) en bici arriba y abajo, parando a repostar junto a la Universidad, siempre atentos al móvil para el inmediato pedido. He visto a un hombre con la mochila de Glovo subiéndose en una bici del Bicing, militante redudante de la globalización. He visto la apertura de una tienda de patinetes eléctricos donde hubo un compro oro.

He visto cómo emergían por doquier islotes de hormigón para ubicar terrazas cuando en realidad se expulsaba coches, un archipiélago amarillo huérfano con el cierre de bares y abrazado por estudiantes y currelas que improvisan botellones. He visto cómo se puebla el suelo de mascarillas usadas, como si se reciclasen solas. He visto a un señor orinando en la Gran Via, a falta de bares, arbustos o contenedores como parapetos de  urgencia. He visto a mujeres de la limpieza puliendo portales con esmero. He visto grupos de jóvenes desayunando, almorzando, merendando, magreando, enganchados a las pantallas, sin distancia y con la máscara en la barbilla. He visto a dos veinteañeros interesados por los libros arrojados junto a un árbol  bajo la lluvia.

He visto mobiliario empapelado con mensajes que hablan de que un mundo mejor pasa por lo qué cada uno haga indivudualmente, con la firma @reflexionemhi y la posdata 'poder menjar quan realment tens gana'. He visto a una librera regando un minijardín aprovechando un alcorque de la calle Provença. He visto a los sanitarios en el cambio de turno sin que sonase aplauso alguno. He visto 'overbooking' para dormir  en los umbrales de establecimientos muertos o moribundos. He visto sombras entrando a un restaurante clandestino en estas semanas de duras restricciones. 

He visto Barcelona. 2020 después de Cristo. 

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