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Una postal desde Barcelona para Trump

El artista Juanjo Surace acepta el reto de realizar un mural sobre las elecciones de EEUU y el resultado es un artículo de opinión 'escrito' con 20 aerosoles y nueve horas de trabajo

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Carles Cols

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Esto, no lo que leen, sino lo que ven, es un artículo de opinión elaborado con una veintena de aerosoles de pintura y nueve horas de trabajo, solo interrumpidas para dar cuenta de un ‘shawarma’ y una cerveza. Es el último trabajo de Juanjo Surace (Mar del Plata, 1977), pintor de lienzos, escultor, profesor de diversas materias animación en la presitgiosa ESCAC y, un poco por encima de todo ello, porque lo hace por amor al arte en lo más profundo de esta expresión, muralista de calle. Es un autodidacta habitual de la National Gallery del Aerosol en que se han convertido las calles de Barcelona desde que hace siete años se reglamentó qué muros de la ciudad son aptos para esta díscola forma de arte. Habitualmente, JJS (esa es su firma, por si ven algo por ahí que les recuerde su estilo) busca una de las paredes que gestiona Murs Lliures y hace lo que le piden su estado de ánimo e inspiración. En esta ocasión, sin embargo, el resultado es la respuesta a una invitación expresa realizada por EL PERIÓDICO. Algo sobre Donald Trump y las elecciones del próximo martes, se le planteó. Ahí tienen el resultado.

Barcelona fue en la capital del 'no a la guerra' gracias a Bush, que 17 años después, lo que son las cosas, parece un Olof Palme al lado de Trump

Luego merecerá la pena ahondar en los detalles. Antes, un breve viaje en el tiempo. Han pasado 17 años de la referencial manifestación contra la guerra de Irak. En Barcelona gusta mucho creerse el ombligo del mundo y, en aquella ocasión, fue posible en parte por lo que dijo el comandante en jefe de aquella cruzada militar, George W. Bush: "La política exterior de Estados Unidos no la pueden marcar los manifestantes de Barcelona". Qué tiempos. En realidad, el inquilino de la Casa Blanca respondía con esas palabras a un análisis del momento político que publicó ’The New York Times’, en el que se sostenía que en ausencia de Rusia, aún renqueante tras la disolución de la URSS, solo quedaban dos superpotencias, EEUU y la opinión pública mundial. Bush, eso sí, tomó el ejemplo de Barcelona para responder al diario y a este lado del Atlántico aquello retroalimentó el enraizado ombliguismo local.

Catalizada en parte por la tirria creciente que provocaba José Maria Aznar, animoso recluta de Bush en aquella guerra, lo cierto es que la protesta fue gigantesca. Surace ya corría entonces por Barcelona. Llegó en 1998. A cualquiera que viniera de Argentina, esta ciudad, aún con todos sus defectos, le parecía jauja. Recuerda aquella manifestación muy vivamente y, aerosol en mano, reconoce 17 años después, entre risas, que aquel Bush, incluso con ser una copia menguada de su padre, parece hoy un Olof Palme al lado de la estatura política de Trump.

El grafitero Juanjo Surace pinta un grafiti sobre Trump

Time-lapse: nueve horas de aerosol en unos instantes. / periodico

A lo que íbamos. El mural. Al personaje principal se le reconoce fácil. A medio proceso de creación, solo con unos primeros trazos, los que pasan frente al muro ya le identifican. Es una caricatura, pero apenas nadie más se peina así en el mundo. Es Trump. Se le acerca un poco la otra ‘ambición rubia’ de la escena internacional, Boris Johnson, pero no es lo mismo.

Trump se le ve con los pantalones en los tobillos y sentado en la taza del váter. Conduce una apisonadora de barras y estrellas. Esa parte de la escena solo le ridiculiza. Le quita aspecto de estadista, aunque de eso hace tiempo que se encarga, sin necesitar ayuda externa, el propio caricaturizado.

Lo editorializante del mural es el micrófono. No deja de resultar curioso que un país obseso en ganar siempre de calle la carrera armamentística haya descubierto, tras más de medio siglo y no pocas guerras, que el arma de destrucción masiva por excelencia es el micrófono. Lo fue en Alemania. Lo fue en Ruanda. Lo ha sido estos últimos cinco años no solo en la Casa Blanca. Decía Rust Cohle (parafrasear a un personaje de una serie ficción, ‘True Detective’, tiene su qué) que "la religión es un virus del lenguaje". Pues eso, que la política, cada vez más un religión en la que se idolatran banderas, es también un virus del lenguaje. De eso va en parte el mural de Surace.

Verle trabajar es todo un espectáculo. No para. Hace sol. Su sombra se proyecta sobre la pared. Parece, como si fuera un Peter Pan, que va tras ella

Abajo a la derecha está el público que le escucha enardecido y encantado. Es el público de los actos de campaña de Trump. Explica el artista durante el paréntesis del ‘shawarma’ que por la mañana, antes de llegar al muro, situado junto a las Tres Chimeneas del Paral·lel, aún le daba vueltas a los personajes secundarios. "Pensé en colar entre ellos un encapuchado del Ku Klux Klan, con su crucifijo ardiente, pero al final lo descarté". Podría haberlo introducido sobre la marcha, porque lo de este artista con los aerosoles es como mirar un hogar de fuego, hipnótico. Verle trabajar es sorprendente. No se pierdan el video que resume esas nueve horas de trabajo. Le dedica ratos cortos a cada parte del mural. Regresa varias veces a cada una de ellas. En ese aparente caos hay un orden. El día, además, es espléndido. La sombra de JJS se proyecta permanentemente sobre la pared. Se mueve tanto, escalera arriba, escalera abajo, de pie y luego agachado, que parece Peter Pan tras su sombra.

El público del mitin del mural es el de Trump. Sonríen ante su líder, algunos empuñan armas y, entusiastas, agitan pancartas ante él. El rodillo de la apisonadora les aplastará. A su manera, Surace muestra un asunto al que Aristóteles, hace 2.400 años (vamos, que no hay nada nuevo bajo el sol), le dedicó parte de su saber, ese instante en que una democracia transita hacia una tiranía con el simple pero eficaz sistema de que sus gobernantes ya no le hablan a los votantes de hechos concretos, sino que apelan solo a sus sentimientos. Es la kryptonita de toda sociedad.

El mural, por si gustan visitarlo o simplemente por subrayar un detalle revelador, está junto al pasaje de La Canadiense. Ese no era el nombre de la empresa que allí, al fondo del Paral·lel, a la derecha, se alzaba a principios del siglo XX. Era la Barcelona Traction, Light and Power Company. Como el dueño, Frederick Stark Pearson, era de Canadá, la gente se refería a ella como La Canadiense. Cosas de Barcelona. También al palacio de la Virreina se le bautizó así medio en broma, porque en él vivía la viuda del que fuera virrey de Perú.

La cuestión es, como merece la pena recordar de vez en cuando, que en 1919 se desencadenó en aquella fábrica una huelga por motivos salariales cuyas consecuencias darían la vuelta al mundo, no por cómo transcurrió, sino por la herencia que dejó. Las autoridades pusieron al frente de la represión a quien hoy sería un ‘trumpista’ en toda regla, o sea, un protovotante de Vox, el gobernador militar Joaquín Milans del Bosch (sí, abuelo del que sacó los tanques el 23F), pero la jugada no pudo salir más mal. La huelga se recrudeció y, cuando el poder político y empresarial agitó la bandera blanca de la rendición, en Barcelona se gestó la jornada laboral de ocho horas.

Parecerá que todo eso es accesorio, pero, según Surace, en los 22 años que lleva en Barcelona tiene la sensación de que las derrotas han cambiado de bando. Él, por ejemplo, es uno más de los miles de barceloneses que han tenido que mudarse en más de un ocasión ahuyentados por la burbuja de los alquileres sin que otra batalla ‘canadiense’ logre ponerle remedio al problema. El ombligo del mundo puede ser, cuando se le mira de cerca, un lugar muy sucio.

A modo de posdata, solo queda añadir que el mural sobrevivirá mientras lo respeten el resto de artistas de la calle. Algunos de los mejores trabajos de Surace solo son visitables ya en instagram y otras redes sociales. Así es la National Gallery del Aerosol. Efímera. Por eso toca darle las gracias por aceptar el reto. El propósito era mirar las elecciones estadounidenses, de algún modo, del que fuera, desde Barcelona. Había una alternativa más convencional, entrevistar a una docena o más de barceloneses con pasaporte de EEUU y publicar sus opiniones. Conviene no presuponer de antemano el resultado de una prospección demoscópica de estas características. En Barcelona hay un curiosísimo antecedente. Tómenselo como una propina. Fue en marzo de 1933. El día 5 de aquel mes estaban convocadas en Alemania las que serían las últimas elecciones germanas antes de la segunda guerra mundial.

Las elecciones alemanas de 1933

En Barcelona había una considerable colonia alemana, de entre 7.000 y 10.000 personas. El Gobierno español exigió que el colegio electoral estuviera en aguas internacionales. El ascenso de Hitler tenía asustada a media Europa. Votaron solo 777 alemanes residentes en Barcelona, a los que una barzcaza acercaba hasta el buque ‘Halle’. El caso es que en Barcelona, Hitler ganó de calle, con un 65,4% de los votos emitidos. En Alemania también arrasó, pero por mucho menos, con un 43,9% de las papeletas. Fue un momento aristotélico.

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