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La estación fantasma de Barcelona se desvanece

Congelada en el tiempo desde que se clausuró en 1972, los andenes de Correos merecen una visita cada ciertos años para llorar su deterioro y para sacar de ella siempre algunas lecciones

Visita a la estación 'fantasma' del metro de Correos

periodico

Carles Cols

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Correos, estación fantasma del metro de Barcelona, un andén de segunda división si se le compara con los grandes espectros del suburbano de otras ciudades, tiene que visitarla alguien cada cierto tiempo para dar fe de su preocupante descomposición, pobrecita, cómo está, y también para sacar de ella renovadas lecciones. Ahí ha estado de madrugada esta semana, cuando el metro duerme, ‘barceloneando’, en lo que podría considerarse una sesión de espiritismo periodístico. El fantasma de Correos ha hablado y ha mandado, desde el más allá, tres mensajes para los del más acá. Primero, que esta ciudad, para lo presumida que es, ha sido siempre muy rácana con la arquitectura de sus estaciones de metro. Segundo, que si a alguien le parece que las de la L9 son las obras de un faraón loco, que mire atrás en el tiempo, porque esa ha sido la tónica en Barcelona desde que en 1924 se inauguró la primera línea. Y tercero (agárrense, que el fantasma hasta ha hablado de política), la estación de Correos pide que recelen de quienes acomodan a su gusto la historia de este país, porque en una de sus paredes se atestigua que por aquí hubo hasta catalanistas franquistas, que se dice pronto.

A sus 42 años como ectoplasma, Correos habla desde el más allá sobre el sindiós de la red de metro de Barcelona y, agárrense, hasta de política

Antes de ahondar en esas cuestiones, es casi una obligación situar geográfica y cronológicamente esta estación. Lo primero, es fácil. Está bajo la sede central de Correos, donde nace la Via Laietana. De esa parada, que era final de línea, se salía a la calle por unas escaleras que le dejaban a uno a los pies de Antonio López, bueno de su estatua, la que fue retirada hace dos años por impropia de los tiempos que corren. Ese acceso ya no existe. El hueco se aprovechó para instalar un equipo de ventilación para los túneles de la L4, que falta siempre les hace. Pero el resto de la estación, aunque en ruinas, ahí sigue. Con suerte y buena vista, los pasajeros de los convoyes que circulan entre Jaume I y Barceloneta se supone que pueden verla. En realidad, es más probable encontrarse a la chica de la curva en una de las paellas de la Rabassada que vislumbrar desde dentro de un convoy las paredes de esta estación, donde aún resiste, más mal que bien, la publicidad que había el día que fue clausurada. Es como una Pompeya, pero sin Vesubio.

Por las enormes dificultades que comporta verla desde un tren es muy de agradecer que TMB, gestora del transporte público metropolitano, haya facilitado a este diario uno de los escasísimos y codiciados permisos para entrar a pie, desde Jaume I y por las vías, a los restos de Correos. Es como ser uno de los siete estudiantes de cirugía de la lección de anatomía que pintó Rembrandt, con Manuel Marina, guía especializado en la historia de metro de Barcelona, en el papel del profesor Nicolaes Tulp. Marina cuenta estupendamente los atropellados comienzos de la historia del metro en Barcelona, una iniciativa de dos empresas privadas, cada una con el trayecto que consideraban un negocio más rentable (qué cara se les quedaría si supieran que jamás lo ha sido), y con el ayuntamiento en la retaguardia con sus ocurrencias. Una de ellas es el origen de la estación de Correos.

Durante las obras de apertura de la Via Laietana, todo eso justo antes de la primera guerra mundial, las autoridades hicieron lo que los rusos hacían en la agónica etapa final de la URSS, que siempre salían a la calle con una ‘avoska’ en el bolsillo, traducido literalmente, un ‘por si acaso’, es decir, una bolsa por si ese día había algo que comprar en los habitualmente desabastecidos supermercados. Barcelona hizo una ‘avoska’ bajo la Via Laietana, o sea, un túnel. Por si acaso. El problema surgió cuando se lo entregó a los responsables del proyecto Gran Metropolitano, que ya había completado el trayecto del metro entre Lesseps y plaza de Catalunya, pero sin advertirles de que el gálibo del túnel era escaso. Se había calculado su altura al tuntún. Hubo que cavar y, además, sin permiso para abrir zanjas en la calzada. Llegar hasta Correos, con los obreros con agua de mar hasta las rodillas, fue una tarea que ríete tú de las obras de la actual L9, que acabarán, seguro, más tarde que las de la Sagrada Família.

En superficie, Barcelona, que había alumbrado la cuadrícula del Eixample, era ya en los años 20 un magnífico ejemplo de planificación, pero bajo tierra era y es aún otra ciudad, un puzle irresoluble. Bajo la plaza de Antoni Maura, por ejemplo, hay un conato de estación fantasma, porque el ayuntamiento aseguraba que iba a abrir otra gran avenida que cruzaría de levante a poniente toda Ciutat Vella. En la intersección con la Via Laietana, claro, tenía que haber una estación de intercambio. Aquel proyecto jamás se ejecutó. La estación quedó a medio construir y dio pie a una leyenda urbana que ha caído en el olvido, pero que es deliciosa.

Los andenes estaban casi debajo de lo que un día fue la sede del Banco de España en Barcelona. Por eso corría el bulo de que cada noche un tren paraba ahí y en secreto se descargaban las sacas con la recaudación de todas las estaciones. Puede que incluso alguien planificara un gran robo, como José Luis López Vázquez en ‘Atraco a las tres’. Qué chasco se habrían llevado la Gracita Morales y el Cassen de turno al llegar ahí y ver que esa supuesta estación son solo dos andenes y una escalera a medio construir.

Correos es otra cosa. Existió. Fue inaugurada en 1934 y, lo que interesa para esta sesión de espiritismo periodístico, funcionó hasta el 20 de marzo de 1972. En sus paredes se anunciaba Danone (“lo más natural del mundo”), Muebles Asturias (“compre y ahorrará en la organización de las grandes facilidades de pago”), El Regulador (“joyería, relojería, platería”) y Eduardo Tarragona, que pedía el voto a los barceloneses para ser elegido concejal. El alcalde lo ponían a dedo Franco y su coro, por supuesto, pero con el propósito de maquillar la dictadura se celebraban elecciones a procuradores de las Cortes y a miembros del pleno municipal, y en ambos frentes Tarragona despuntó por delante de rivales oficialistas, como Juan Antonio Samaranch, al que vapuleó en las urnas.

Más de 430.000 votos obtuvo la primera vez que optó a procurador, equivalente del actual diputado provincial, y muy pronto destacó por su verbo incontinente (“mientras no me llamen invertido o ladrón, no pienso decir nada”, respondió en una ocasión a una pregunta incómoda) y, especialmente, por sus propuestas a contracorriente. Él, que había combatido en las trincheras del bando sublevado en 1936, se opuso a la decisión de Franco de entronizar a Juan Carlos I y reivindicó sin pelos en la lengua “el reconocimiento expreso de la personalidad histórica de Catalunya”. Era, eso resulta evidente, un ejemplar indiscutible del ‘Catalanista franquista’, especie cuya existencia a veces se discute como la ciencia, en su día, negó que los ornitorrincos fueran animales de verdad. Era una especie muy abundante.

Hay un Vichy catalán del que poco se habla, el de los catalanes, incluso catalanistas, que fueron franquistas

La carrera política de Tarragona fue corta en democracia. Seguro que no ayudó que cuando se presentó a las elecciones general de 1982 por Alianza Popular hiciera campaña con una pistola en el cinturón, pero probablemente su mayor error fue no comprender que a los políticos con su trayectoria les aguardaba un mejor futuro en Convergència. Vamos, que no siguió los pasos, por ejemplo, de ese encantador de serpientes que siempre ha sido Josep Gomis, alcalde franquista de Montblanc y, sin embargo, ‘conseller’ de la Generalitat en 1988, carlista en su juventud y, ahora, afín a lo que algunos llaman el nuevo carlismo, el de Puigdemont. Gomis, un hombre de trato agradablemente hipnótico, es a sus 86 años una parte de la historia viva de Catalunya que a muchos no les gusta aceptar y Tarragona, a su manera, también lo fue, aunque con menos ‘savoir faire’.

Esos carteles electorales de Correos (congelados en el tiempo desde 1972, lo que son las cosas, año en que transcurre la trama de ‘La escopeta Nacional’) son un rotundo recuerdo de que el antifranquismo fue el afán de una valiente minoría en Catalunya, pero la mayoría, aunque fuera por omisión, fue colaboradora. Como coincide en señalar el historiador Andreu Mayayo, consultado por teléfono para este viaje en el tiempo, se habla muy poco del otro Vichy catalán, el del colaboracionismo con la dictadura, y debería hacerse.

Correos, lo dicho al principio, ha hablado. De política, del sindiós que ha sido hasta hoy la construcción del metro y, también de cuán poca arquitectura de lujo hay en el subsuelo. Todas las grandes ciudades con metro tienen estaciones fantasma. Londres tiene la de Aldwych, Madrid incluso ha musealizado la de Chamberí y Nueva York, palabras mayores, atesora la de City Hall, que lleva la firma nada menos que de Rafael Guastavino, autor de los mejores techos de Manhattan. En Barcelona, nada de todo eso hay y Correos, aunque poquita cosa, se está deteriorando indiscutiblemente, algo evidente vistos los últimos retratos que de sus andenes se tomaron hace pocos años. Los grafiteros que se cuelan en los túneles no han tenido la sensibilidad de respetar esos carteles que dentro de dos años cumplirán medio siglo de vida. Qué pena.

La visita (gracias de nuevo, TMB) ha sido interesante, se podría añadir que incluso aleccionadora, pero también muy descorazonadora. Hay una estupenda película de Fellini que resume ese sinsabor. Es ‘Roma’. Durante una visita a las obras del metro de la ciudad, los trabajadores intuyen una cavidad tras un muro. Con la fresadora, abren un agujero. Es una villa magnífica villa romana. Entran. La exploran. En las paredes hay frescos pintados hace 2.000 años. Es un momento emocionante. De repente, algo ocurre. Entra aire de los túneles de excavación. Ante los ojos de los trabajadores, las pinturas se convierten en polvo y se desprenden de la pared. En Correos, la acción, por supuesto, no ocurre tan deprisa, pero año tras año se desvanece.  A veces, ese es el sino de los fantasmas.