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Ciutat Vella, la Venecia sin canales

El 'karma' pasa factura o premia a los barrios del centro de Barcelona según a qué ídolos han adorado estos últimos años

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Carles Cols

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Parecerá un chiste, pero es el perfecto resumen de la situación. Ferran Nadeu, fotógrafo con el que da gusto trabajar, fue a la Boqueria a retratar esa anomalía que sin duda es el hecho de que la mayoría de mercados municipales de la ciudad estén perfectamente surtidos durante la pandemia y, en cambio, el más famoso de la ciudad, en Rambla, 91, ande estos días famélico de tiendas y clientes. Ferran sacó la cámara para hacer su trabajo y un vigilante de seguridad se lo dijo alto y claro. "Para hacer fotos de la Boqueria hay que pedir permiso al Instituto Municipal de Mercados". Pues vaya. Es uno de los lugares millones de veces fotografiado de la ciudad, postal recurrente, y, ahora que ha quedado claro que el emperador desfila sin ropas por la calle, ahora que, sin turistas, desnudo, se confirma lo obvio, que ya no era un mercado de barrio sino una atracción más del parque temático, dice el ‘segurata’ que eso no se puede difundir. Tómense lo que sigue como un breve pero aleccionador paseo por la Venecia barcelonesa, por ese centro urbano donde tal día como hoy, hace un año, los turistas superarían en número a los residentes. Es Ciutat Vella durante el coronavirus.

La Boqueria es el reverso del resto de mercados de la ciudad, ellos, tan bien surtidos, y ella, desnuda sin sus turistas

Capítulo primero. Vecinos del Gòtic al teléfono. Núria, por ejemplo, que vive en la calle del Pi. Su familia es la única de la finca desde hace meses. En este barrio de unos 17.000 habitantes en apenas 80 hectáreas, eso es bastante común. Hay muchos ‘crusoes’. Es la última trinchera antes de la gentrificación absoluta, arrendatarios de renta antigua que se niegan a abandonar sus hogares por muchas perrerías que les hagan los dueños del inmueble. A los padres de Núria estuvieron, y esto es literal, a punto de fumigarlos un dia para que se fueran. Total, que han pasado de sentirse solos en la escalera, que no es poco, a sentirse solos en el barrio, que es mucho. “No hay nada abierto en la calle del Pi. Tampoco en Portal de l’Àngel. Portaferrissa, más de lo mismo”. Su madre, Montse, tuvo sus minutos de fama en el documental ‘City for sale’. Era la sufrida vecina que iba a la Boqueria con el carrito de la compra. La cámara la seguía entre los ‘guiris’ como Stanley Kubrick seguía los pasos de Danny en su triciclo en ‘El resplandor’. Daba angustia.

Núria prefiere no adentrarse en la Boqueria, no sea que donde antes había zumos haya ahora dos gemelas vestidas idénticas. “Estos días compro en el Carrefour de las Rambla, quién me lo iba a decir a mí”. La sensación de seguridad la reconforta, porque de Pi a Rambla dice que pasa miedo. En otros barrios de la ciudad, el confinamiento no conlleva un vacío absoluto en las calles. En otros barrios hay colas para comprar y gente que pasea al perro. En el Gòtic, no. “Vas sola, giras la esquina y ves un grupo menores en busca de una víctima. Aceleras el paso”. Hasta las tres mujeres sin techo de la plaza de la Vila de Madrid, unas habituales, han recogido sus cartones prefieren dormir junto al Carrefour.

El miedo, ya se sabe, es muy subjetivo. Ferran sirve como contranálisis. Tras un buen rato por el Gòtic, llama y lo ratifica. Se pasa miedo. Añade, ya de paso, que ha hecho una foto inesperada. Frente a la Catedral, en absoluta soledad, un musulmán reza cara a La Meca. No es por insistir, pero da gusto trabajar con él.

Capítulo segundo. En el 34 de la calle de Sant Pau, o sea en el ecuador de los los hemisferios del incorregible barrio del Raval está uno de los más bonitos hoteles de la ciudad, el Peninsular. No es lujoso. Es mejor. Está ahí desde 1876 y sus habitaciones, alrededor de un luminoso patio central, fueron antes las celdas de los monjes agustinos del convento que fue secularizado durante la segunda mitad del siglo XIX. Nada de todo eso se puede espiar desde la calle porque las puertas y los ventanales del Peninsular están tapiados con ladrillos desde que se decretó el estado de alarma. Es otra foto de Ferran que habla por si sola.

La criminalidad cae a plomo, pero sube la probabilidad de ser víctima, pura matemática de la oferta y la demanda

Junto a Salvador Seguí (plaza salada, amarga, ácida, dulce, avinagrada, si fuera una salsa sería un chutney, un concentrado de Raval) vive Laura, fuente habitual de información en ocasiones anteriores en estas páginas por su analítica mirada. Ofrece un resumen que quita el hipo. El parque infantil de la plaza lo es ahora de mayores, clientes de los narcopisos que no han cerrado por pandemia. La dosis ha subido de precio. Mal asunto. En Ciutat Vella antes de la pandemia habían cuadrado el círculo. Muchos adictos simplemente pedían limosna entre el hervidero de turistas. Bastaba recaudar entre cinco o 10 euros para ir a comprar una dosis. El crédito se ha interrumpido. Esto es como la crisis del 2008, pero en versión bajos fondos.

Más observaciones de Laura. El sistema métrico en el Raval es otro. En la calle de Robador hay un comedor social un tanto atípico, incluso por su nombre, de novela, El Chiringuito de Dios. Junto a la puerta se arremolinan los clientes, que casi se entrelazan con la cola del Caprabo. A los más aprensivos, eso les hace sufrir. La calle, con todo, no es la de toda la vida. Raramente aparece alguna prostituta. Lo que no logró ni el franquismo (las fotos de Joan Colom dieron fe de ello) lo ha conseguido el coronavirus. Solo hay, si se rebusca bien, un antecedente de tal desaparición del bazar callejero del sexo. Fue cuando el anarquismo se hizo brevemente dueño de la Barcelona, a caballo de 1936 y 1937.

Todas las etnias aplauden unidas en el Raval, con las sirenas de los barcos como melodía de fondo

El Raval no está desierto como gran parte del Gòtic, pero Laura asegura que hay que andar con cuidado. Las cifras de criminalidad se han desplomado en la ciudad, cierto, pero en ausencia de esos miles de visitantes que habitualmente transitan por Ciutat Vella, las probabilidades de ser víctima aumentan exponencialmente. Los bancos han aumentado de 20 a 50 euros el pago sin pin con la tarjeta de crédito. La tarjeta es el botín más buscado estos días por los ladrones. Se supone que, tan pronto como obtienen una, se la llevan a un compinche con datáfono antes de que la anulen y se reparten los beneficios.

Todo esto, no obstante, es casi anecdótico al lado de lo positivo, y es que en esa macedonia de culturas que es el Raval, el confinamiento se respeta. Gentes de todos los lugares del mundo salen a los balcones y terrazas a las ocho de la tarde y aplauden. En el puerto, los barcos hacen sonar sus sirenas. Dicen que la melodía emociona.

Capitulo tercero y sin ánimo de repetir, la Barceloneta, conocida por sus ‘quarts de casa’, eufemismo por no decir pisos de 28 metros cuadrados o, ya que del barrio marinero se trata, los camarotes. Al otro lado del hilo telefónico responde Gabriela, que desde la ventana de su apartamento (por suerte para ella, no un ‘quart de casa’) tiene vistas sobre la playa y sobre las peleas que en plena calle enfrentan a algunos maleantes. Reconoce que ahora, cuando llama a la policía, la que sea, tarda poquísimo en llegar, pero el miedo no se lo quita nadie. Sale poco. Al mercado del barrio no va, pero le llegan voces. Le cuentan las amigas que hay cola para entrar, pero que parte de la cola es gente que no va a comprar, que solo es la excusa para dejar el camarote y salir a cubierta.

En el barrio de los camarotes, a veces se hace cola en la calle solo para que a uno le dé el aire, sin nada que comprar

Capítulo cuarto, esa parte del Casc Antic, por encima de Santa Caterina, mercado que no vendió su alma al turismo y el 'karma' ahora le devuelve el favor, parece estos días un barrio, hasta los límite en que cualquier otro barrio de la ciudad puede estos días parecer un barrio. Es lo que explica Dani, vecino y habitualmente partisano contra la gentrificación, cuando sale de su piso de la calle de Sant Pere Mitjà. Al este de Via Laietana, la pandemia permite, cada dia a las ocho de la tarde, realizar un registro sonoro de dónde quedan vecinos. Hay calles donde los aplausos son muy pocos. Dani, ya que estamos, señala que esos actos de homenaje vespertinos han permitido por fin confirmar lo que era una clara sospecha: las campanas de la Catedral dan mal la hora. El reloj de la Iglesia, ya se sabe, casi nunca ha sido el de la sociedad, pero esa ya es otra historia.

A veces, sea dicho esto por poner un broche a esta subjetiva ruta por Ciutat Vella, se vacía un estaque público en una ciudad. Entonces, si es un poco profundo, aparece ahí de todo. Una bicicleta, por ejemplo. Eso nunca falla. Así se ve estos días Ciutat Vella. Se le ve el fondo, imposible cuando rebosa de turismo. Núria, la de la calle del Pi, se ha hecho por fin una idea clara de quienes son sus pocos vecinos de verdad, los pocos que se asoman a las ventanas posteriores de la calle de Petritxol. Laura dice que lo que ve desde su ventana son muchas bicicletas oxidadas en el fondo del estanque. Gabriela, peleas.