La be desmelenada de Bocaccio
Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
Olga Merino
Contaba el emprendedor Oriol Regàs en sus memorias, ‘Los años divinos’, que las dos primeras canciones que sonaron en la inauguración de Bocaccio fueron ‘Good Vibrations’, de los Beach Boys, y ‘Monday, Monday’, de The Mamas & The Papas, pero a estas líneas les pegaría una banda sonora más ‘nostrada’, tal vez una de las viejas piezas de Serrat, como el ‘Me’n vaig a peu’, por las mariposas que todavía despierta en ciertos estómagos la sola invocación de la ‘boîte’, desaparecida del mapa en 1985. Aunque parezca increíble, en los mercadillos de segunda mano, ya sean virtuales o físicos, todavía cotizan —y bastante bien— los recuerdos de la mítica discoteca, de los más simples, una carterita de cerillas (unos 2 euros) o un cenicero (14 euros), a los más sofisticados, como una hebilla de cinturón con el célebre anagrama (450 euros).
Bocaccio abrió el 13 de febrero de 1965 en el número 505 de la calle Muntaner —hoy sede del Hotel Catalonia— por obra y gracia del mencionado mago de la noche barcelonesa. El local iba a llamarse Snobísimo, pero Regàs se decantó al final por el nombre del humanista italiano Giovani Boccaccio, autor del ‘Decamerón’, aunque por el camino se perdiera una ce.
Desde finales de los 60 hasta principios de los 70, la discoteca congregó a lo mejorcito de cada casa, de las casas bien, una amalgama de intelectuales, pijos y bohemios que el cronista Joan de Sagarra bautizó como la ‘gauche divine’, un grupo de jóvenes que compartían, a decir de Juan Marsé, “una fantasmal y noctámbula inclinación al reencuentro, una manera de beber juntos y de prolongar la noche, un guiño a la inteligencia en horas de relajo”. El fragmento transcrito pertenece, por cierto, a un divertimento titulado ‘Noches de Bocaccio’, que narra el fulgurante ascenso de un escritor novel, destinado a ser “el Proust charnego”, y que se vende en el portal Wallapop por 15 euritos.
Se asombraría el lector de los ‘souvenires’ que aparecen en este rastrillo virtual o en otros, como la página www.todocolección.net, la mayoría con la el símbolo del local, la emblemática be desmelenada y de aire modernista que diseñaron Toni Miserachs y Xavier Regàs, hermano de Oriol. De todo: velas, llaveros, bandejas para depositar estorbos del bolsillo, pósters de conciertos míticos, como el que ofrecieron Crosby, Stills and Nash en la sala, pases vip e incluso vinilos, porque Bocaccio fue también una discográfica, la que lanzó a Maria del Mar Bonet. Uno de los vendedores contactados explica, por ejemplo, que halló un tesoro desembalando las pertenencias de un familiar fallecido: siete copas de champán bellísimas, con el logo estampado y un pie de 20 centímetros de altura; las vende por 150 euros. Y un manitas realizó en miniatura uno de los característicos taburetes de la discoteca, con el asiento tapizado en terciopelo rojo, igual al que Serrat llevaba a sus recitales, regalo de Regàs.
Hasta hace poco tiempo, todavía pululaban por los predios de internet la magnífica puerta de madera maciza, situada a la entrada del local —pedían por ella nada menos que unos 45.000 euros— y las lámparas estilo Tiffany’s que pedían sobre la barra. Contactado el vendedor, explica que, a la espera de un buen postor, se le malograron por la inundación del almacén donde las guardaba.
El rastreo de ‘memorabilia’ para estas líneas ha deparado alguna historia jugosa, como la que relata Juan, un joven bibliófilo radicado en Sevilla, quien compró en su día, en una librería de viejo de Barcelona, una primera edición de ‘Las personas del verbo’. Pues bien, hojeando el poemario, cuál no fue su sorpresa cuando, de entre las páginas del libro, emergió un posavasos de Bocaccio con la firma del autor en el reverso, un asiduo de la madriguera: “Jaime Gil de Biedma, junio 1980”. Tragó saliva, trató de disimular como en las mejores películas de Humphrey Bogart, para que el librero no le subiera el precio, y hoy vende el lote completo por 600 del ala. O la anécdota de Alejandro Sanz, que no es el cantante, sino un caballero de Madrid que logró salvar de los escombros de una obra la placa que colgaba en la discoteca homónima de la capital, abierta en 1972 y enterrada también en la memoria.
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