BARCELONEANDO

Sobre baldosas y 'racholas'

BL2A

BL2A / periodico

Olga Merino

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Existe un castellano chanfaina, muy barcelonés, con términos tuneados del catalán que se pegan a la lengua cual lapa por su eficacia expresiva. Verbos muy cómodos, como plegar (del curro) o enchegar. “Ha llovido tanto que la moto no enchega ni a tiros”. Palabras que el recién llegado aprende enseguida porque a menudo pertenecen al mismo campo semántico: “Un paleta en chamarreta alicata una pared con racholas verdes”. Pues bien, sobre eso versan estas líneas, sobre baldosas. Pero no de la aristocracia del gremio, esos mosaicos hidráulicos —tan barceloneses, también— que The Tile Hunter se encarga de rescatar, sino de la clase de tropa, de los azulejos simples o llanos, tipo cocina o wáter setenteros. De la humilde rachola.

Hace unos cinco años, el artista callejero BL2A (léase baldosa) empezó a recuperarlas de los sacos de desescombro porque necesitaba una superficie lisa para trabajar. Estampaba sus creaciones en ellas, las llevaba al horno y, luego, sigiloso como un gato, las pegaba sobre una pared con cemento cola en tubo. Comenzó a hacerlo en salidas furtivas y nocturnas, pero pronto vino a descubrir que patrulla mucha más poli de noche y trae más cuenta encolar los azulejos a plena luz del día, con naturalidad, como si nada.

BL2A, Baldo para los amigos (en Instagram: @bl2a–), nació en Figueres y, además de en su ciudad natal, tiene obra expuesta en las calles de Barcelona, de Lleida, de Londres y de Berlín. Baldosa o Baldo para nada se llama Baldomero; los artífices del street art suelen ocultarse tras un pseudónimo porque, entre otras razones, parece lógico buscarse un alias si lo que hacen es ilegal, pero también porque el anonimato les confiere cierto halo de misterio que ayuda al márketing. Un fulgor enigmático a lo Banksy (“no es el más grande, pero sí el que mejor ha sabido hacerse una campaña publicitaria”, dice sobre el archiconocido artista británico).

Como el asunto de ganarse la vida se está complicando tanto, BL2A compagina su arte con el más nutricio empleo de maquinista o auxiliar de producción en los teatros; esto es, el operario que mueve las barras donde van colgadas las luces y los decorados; vamos, lo que antes se llamaba tramoyista. Empezó con los botes de espray a los 15 años —“entiendo que los grafiteros hagan lo que hacen en los vagones del metro, pero no es la manera”— y tras mucho pelear, cansado de enviar currículums sin recibir respuesta, comenzó a mostrar su obra en la calle, que viene a ser “la galería de arte más democrática que existe”. Ahora ya expone bajo techo.

De un tiempo a esta parte, Baldo ha arrinconado un poco el trabajo sobre azulejos por la sencilla razón de que coleccionistas de arte, disfrazados de hípster, los arrancan a golpe de rasqueta y martillo y se los llevan a casa. Todavía sobreviven algunos especímenes de baldosas, sobre todo en el Born y el Raval (en el cruce de Notariat con Pintor Fortuny, por ejemplo), pero el artista prefiere ahora el soporte en papel y, cuanto más fino mejor, para que resulte imposible despegarlo de la pared sin romperlo.

También se ha aficionado a establecer una especie de diálogo con elementos de la arquitectura urbana: una boca antiincendios la reconvierte en piruleta y una tubería cercenada, en un tiesto con flor. En esta nueva faceta, cierto timbre en la calle Valldonzella ya ha vivido varias vidas. En cuanto repintan la pared, el artista vuelve a las andadas: el interfono ya ha sido teléfono, micrófono y ahora una máquina de café expreso.

Sin embargo, su tarjeta de visita permanece fiel a los orígenes: es un trozo de azulejo mal cortado, con los pellizcos toscos de los alicates, donde se lee BL2A.