UN PROBLEMA QUE RESURGE

Cómo Barcelona ganó la primera guerra de la heroína

Pañuelos rojos en el Raval paraprotestar por el problema de la droga.

Pañuelos rojos en el Raval paraprotestar por el problema de la droga. / periodico

Carles Cols

Carles Cols

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La expresión 'narcopiso' es muy joven. Nació en este diario el 28 de julio del pasado verano. También la palabra 'narcobloque', aunque esta ha hecho menos fortuna. Los vecinos del Raval, en honor a la verdad, hacía un año largo que venían denunciando el retorno de la heroína al barrio, pero fue en verano del 2017 cuando el conflicto se abrió de par en par como los pétalos de una adormidera. Han pasado nueve meses y el problema sigue enquistado. Trapos de un rojo intenso, como de un barrio que se desangra, cuelgan de los balcones y farolas en señal de protesta. Va siendo hora de recapitular y recordar otra vez que esta no es la primera ocasión en que la heroína castiga a esta ciudad, ni que sea para hacer comparaciones sobre qué se hizo entonces y qué se hace ahora para revertir la situación. A veces está bien que las comparaciones sean odiosas. No es por alarmar. Los mismos vecinos que en el 2016 ya avisaron de que algo preocupante  sucedía, alertan ahora de que las jeringuillas han cruzado la frontera de Ciutat Vella. Las han visto en el Eixample, en la calle Manso. Las jeringuillas son a los narcopisos lo que el humo a los incendios.

Antes de retroceder a finales de los años setenta y al contraataque normandiesco que el Ayuntamiento de Barcelona planeó y ejecutó en los años 80 y 90, no está de más recordar qué es un narcopiso. No es solo un lugar en que se vende droga. No es como un cajero automático de papelinas. Un narcopiso es algo inédito en la primera etapa de esta droga en la ciudad. Es más bien como una franquicia en que se han estudiado las necesidades del cliente. Se le proporciona la jeringuilla, la cuchara, el filtro, un suelo donde tumbarse e, incluso, aunque esté mal decirlo, un precio competitivo. Una dosis por 10 euros o incluso menos. Con ese coste, basta un rato de mendicidad en la calle para recoger las monedas necesarias y, recuérdese, el Raval del 2018 no es el de los duros 70 y 80. Forma parte de uno de los ecosistemas turísticos más visitados de Europa. Este caso deberían estudiarlo, ni que fuera a nivel teórico, en ESADE.

La primera vez que la heroína llegó a Barcelona fue distinto. Peor en muchos aspectos. De entrada, porque poco se sabía de ella salvo que venía con un halo de musa del rock y la creatividad que, en realidad, era una enorme patraña. Tal vez se podrá defender eso del LSD, pero jamás de este opiáceo. Un exresponsable municipal de aquellos años, médico de profesión y consultado para este relato, recuerda por ejemplo que la heroína entró en su entorno familiar y que, despistados todos, lo primero que se les ocurrió fue llevar al afectado a un psiquiatra. Un error. Igual que lo era que los médicos no supieran nada apenas sobre el síndrome de abstinencia. En resumen, que estaba todo por hacer y saber.

En ninguna biografía de Maragall debería faltar el equipo que organizó para recuperar el Raval, con Socías Humbert al frente

De Pasqual Maragall se destacará siempre en sus biografías su hazaña olímpica y como con esa excusa transformó la ciudad. También se rememorará su paternidad del estatut interruptus. Pero estaría bien que nadie olvidara que, a su manera, es decir, delegando en los mejores, libró la primera guerra contra la heroína. Anda perdido y amarillea ya en los archivos, pero Maragall fue en busca del exalcalde Josep Maria Socías Humbert, ninguneado en el callejero por su pasado franquista, y le puso al frente de una potentísima comisión que tenía que revertir la evidente degradación de Ciutat Vella. Crucial fue también (según los jubilados municipales consultados) que regresara de Estados Unidos y de Edimburgo un entonces joven Joan Clos, y asumiera en 1979 el mando de los servicios sanitarios de la ciudad.

La lista de indispensables de aquel plan es larga. Estaban ahí Ángel Abad (hermano del más conocido Josep Miquel Abad), Xavier Casas (médico y a la postre gran responsable de urbanismo, un cóctel perfecto, como se verá después), pero la cuestión es qué se hizo. Lo cuenta otro médico que estuvo ahí entre líneas y que prefiere que no se publique su nombre.

Se decidió que había que ser duros. No con los heroinómanos, pues pronto vimos que eran enfermos, sino duros con la toma de decisiones y, sobre todo, con las consecuencias”, recuerda. “En situaciones así, habrá momentos en que saldrás en portada de la prensa con fotos indeseadas”. Lo dice porque igual que ahora hay serias sospechas de que quien trafica busca esa foto. En algunos de los actuales narcopisos hay a veces juguetes infantiles, no porque necesariamente haya niños en el apartamento sino porque la policía así duda y, si hay cámaras de por medio, más aún.

Decisiones atrevidas las hubo sonadas. Las más controvertidas entonces fueron proporcionar a los heroinómanos un lugar donde inyectarse, proporcionarles incluso las jeringas de un solo uso (el primer caso de sida de España se diagnosticó en Barcelona el 5 de junio de 1981) y, en una medida que dio mucho que hablar, suministrarles una droga alternativa, la metadona, una solución que se importó de Amsterdam. Fue un acierto. En los 90, un heroinómano necesitaba unas 35.000 pesetas a la semana para saciar su ansia, que serian hoy 210 euros, una barbaridad entonces.

Que haya narcopisos aún en una finca municipal es un síntoma de debilidad del que toman nota, como mínimo, desde el hampa

El frente policial no fue una batalla menor. A veces se dudaba de la policía nacional, de su empeño. Lo que era indudable era su falta de medios. “En ocasiones, les facilitamos de tapadillo la ayuda temporal de algún funcionario municipal para funciones administrativas”, recuerda un exconcejal. El caso es que se impulsó la creación de una unidad de la Guardia Urbana con funciones de policía judicial y se fomentó que hubiera un fiscal especial de Ciutat Vella para que, con hilo directo, con reuniones a las que no faltaban ni siquiera los representantes vecinales, no sucediera nada semejante a lo más insólito de todo cuanto ha sucedido este 2017 y 2018 en el retorno de la heroína a Barcelona, que haya narcopisos en viviendas municipales de protección oficiallas de la calle Om, a 50 metros de la comisaría de los Mossos d’Esquadra. “Permitir que suceda eso es dar pistas a los narcotraficantes de hasta qué punto son dueños del barrio”, dice ese mismo exconcejal.

Fue el pasado 23 de febrero cuando este diario, tras un minucioso trabajo de relojero, logró radiografiar al detalle los 40 narcopisos que durante el último año han funcionado en el Raval, algunos intermitentemente. Pero siempre ha habido, en un lugar o en otro, una docena operativos, que ya son muchos. Más de la mitad de esos 40 narcopisos, según aquella investigación, son propiedad de bancos y fondos de inversión.

El dato viene al caso de nuevo para comparar con cómo se revertió la profunda degradación del Raval de los 80. En aquella década se puso en marcha un proceso de transformación urbanística que se ejecutó sobre todo en los 90, con mucha piqueta, para abrir la controvertida Rambla del Raval, para situar el Macba en el corazón del barrio y para trasladar también allí, al corazón del barrio, parte de la vida universitaria de la ciudad. En total, se realojaron 3.800 familias. La cifra, vista con perspectiva, impresiona. No se trata de repetir la fórmula, pero sirve para ilustrar hasta qué punto los medios económicos y materiales de que dispone el ayuntamiento son impresionantes. Lo contrario, es decir, confiar en que la pujante actividad económica vinculada al turismo transforme el barrio, es una terrible equivocación. Hay quien sostiene que eso, poco o mucho, ha sucedido los últimos ocho años.

Sería inexacto decir que la chispa inicial de todo aquel proceso de transformación urbanística fue la heroína. Puso de su parte, seguro. Y más cuando su consumo contribuyó a multiplicar la expansión del sida, en sus primeros años mortal sí o sí. El detonante fue, en realidad, sobre todo la campaña vecinal que se puso en marcha justo después de que en octubre de 1986 el COI concediera a Barcelona la organización de los Juegos Olímpicos. Aquí hi ha gana.Aquí hi ha gana Así la bautizaron sus impulsores. Fue un pleno a 15. Lo que sucedió a partir de ahí resulta interesante ahora. Merece la pena incluso refrescar la memoria sobre lo que fue un problemón entonces y que casi ha caído en el olvido.

Salvando las distancias, el equivalente a los narcopisos de hoy era los cientos de minúsculas pensiones sin censar que había en Ciutat Vella, donde en insalubres condiciones convivían drogadictos, traficantes, pederastas, delincuentes, prostitutas y, también, pobres de solemnidad que no tenían más remedio que ir allí en busca de un hogar. En una primera exploración, en 1985, el Ayuntamiento de Barcelona descubrió 212, pero eso sin adentrarse aún en las callejuelas del Raval. También entonces EL PERIÓDICO realizó un censo del problema, tal vez no absoluto, pero sin duda muy revelador de lo que sucedía en el Chino.

Aquel trabajo periodístico merece ser releído, ni que sea por un párrafo que, aunque gracioso, resume bien lo que ocurría. “Una de las pensiones donde habitó el conocido violador del Eixample es más pulcra. Según su patrona, solo cuesta cuatrocientas pesetas diarias. ‘Es un cuarto piso, pero cambiamos las sábanas cada semana. Ponemos las de arriba, abajo, y las de abajo, arriba’”.

El ayuntamiento decidió poner fin a aquel sinsentido. Se buscó cualquier argumento legal que fuera válido. Se aseguró antes la complicidad judicial y policial, aunque la foto indeseada, la de la Guardia Urbana sacando a la calle a ancianos que nada tenían que ver con la delincuencia, se la comió el concejal de turno. Los vecinos del Raval de hoy, releído aquel episodio, no entienden que ni siquiera se haya puesto fin a los narcopisos de protección oficial de la calle Om. Sería un buen comienzo, aseguran.