Así era el cadáver del Besòs
Las industrias vertían impunemente hasta mediados de los 90 en la cuenca
La fotografía es de octubre de 1991. Lo blanco no es nieve. Es espuma. Altamente tóxica. Era un martes. No fue un día fuera de lo común. Episodios así eran frecuentes entonces. A las empresas químicas de la cuenca del Besòs se les iba la mano en los vertidos más allá de lo común, que ya era mucho, y las nubes de espuma eran capaces de taponar el arco de los puentes. “Críticas al juez que perdonó un vertido en el río Besòs”. Esa es una noticia de septiembre de 1995. Resume muy bien aquello tiempos. Las industrias contaminaban impunemente, pero el sentir social era que había que poner fin a aquel disparate. La foto, por cierto, no dice nada del olor. “Cuatro empresas del Vallès causan el fétido olor que atormenta a los vecinos del Besòs”. Otro titular que sitúa las cosas. Aquel era un cauce nauseabundo.
Qué tiempos. En 1993, el ‘conseller’ de Medi Ambient Albert Vilalta, en una decisión que parecía de chiste pero no lo era, puso en nómina a un grupo de olfateadores, especialistas en identificar olores. No era fácil dar con los culpables de la contaminación, así que Vilalta puso a gente a olfatear la cuenca, a seguir el rastro de ácidos sulfhídricos y otros venenos.
Con millonarios fondos europeos y con convicción por fin por parte de las autoridades locales, aquel sinsentido se corrigió. El plan, sin embargo, no era convertir el tramo final del Besòs en un bucólico paraje natural, con campos de fresas, como hubo antaño. El propósito, más humilde, era, primero, sanear las aguas y, segundo, convertir el cauce en un parque fluvial, una zona de paseo. El hecho de que Xavier Larruy haya llegado a avistar ocasionalmente nutrias, tenga censadas dos especies de serpientes, cuente hasta siete especies distintas de peces en el agua o que este año haya documentado el primer nido de zampullines es lo imprevisto, lo que no formaba parte del plan.
Este biólogo, uno de los mayores especialistas en esta cuenca, recuerda que el río ha sido acondicionado como un parque urbano. Lo que favorece la vida salvaje no es el césped, sino los cañizales, y, sin embargo, la naturaleza se ha abierto paso. El reto ahora, dice Larruy, es asegurar que el creciente uso ciudadano de este parque fluvial no juegue en contra de lo que se ha conseguido. Dos millones de usuarios al año es una cifra notable. Los perros, por ejemplo, pasean sin correa por el parque, una amenaza para varias de las especies que han colonizado el lugar.
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