Cuarenta años de perros

Carrera matinal 8 Sesión en el Canódromo Meridiana, en septiembre del 2003, cuando el público ya empezaba a ser escaso.

Carrera matinal 8 Sesión en el Canódromo Meridiana, en septiembre del 2003, cuando el público ya empezaba a ser escaso.

CARLOS MÁRQUEZ DANIEL / BARCELONA

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Se acuerda Felicitas Hernáez, que en noviembre cumple 90, de cómo el señor Ignacio Ros, propietario de todas estas tierras, "era un hombre sencillo que iba a la calle de la Jota a buscar el vino". Cuenta que coincidían en misa, y que a pesar de su fortuna, era un vecino como cualquier otro, de los que no negaba el saludo por mucha buena tela que paseara por el barrio. Esta veterana vecina del Canódromo Meridiana no se ha atrevido a subir a la rueda de prensa porque ha visto unas escaleras de caracol; traicioneras. "Me han dicho que esto irá de emprendedores y de jóvenes", le aclara a otro matrimonio octagenario, María y Francisco. Los tres observan el edificio en silencio. Y se acuerdan de los tiempos de los delgados galgos y las apuestas.

El Canódromo Meridiana abrió sus puertas en 1964 en un momento en el que las carreras de perros ligeros eran lo más normal del mundo. En España, de hecho, llegaron a coexistir 18 cosos de galgos, cuatro de ellos en Barcelona. El edificio, que ganó un premio FAD, fue obra de Antonio Bonet, autor, entre otros, del coloso de pisos de la plaza de Urquinaona, o la Casa Gomis, más conocida como la Ricarda, una peculiar vivienda unifamiliar sita en El Prat de Llobregat. La gente, sin embargo, no estaba muy por la labor de degustar esa delicia arquitectónica. Los ojos se centraban en la arena, sobre la que competían 700 canes que vivían arremolinados en una perrera de Santa Coloma.

Cuando se fue la luz

"Mi hijo me pedía que le llevara a la montaña; era su manera de referirse al canódromo porque quedaba elevado. Fíjese en todos estos edificios, entonces no había ni uno, y de alguna manera, para llegar, teníamos que subir una montañita". Felicitas sonríe cuando se acuerda de las veces que apostó. Cinco pesetas, quizás diez. Pero casi nunca ganaba. Eso fue al principio de todo. En el 2001, el público se gastó más de ocho millones de euros, ahí es nada. En una ocasión se fue la luz y lo que siguió fue una risotada de la que muchos todavía se acuerdan. El mecanismo que movía la liebre se detuvo. En la cabeza de los perros debió sonar el Aleluya de Händel: por fin podían cazar a su eterno enemigo. Así fue. Lo despedazaron vivo. Un amasijo de trapo quedó esparcido por la pista, y los velocistas camparon con cierto despiste hasta que sus dueños les enseñaron el camino de la jaula que tan poco gustaba a la asociación SOS Galgos, que se pasó años reclamando el cierre del recinto.

En 1999, el Canódromo Meridiana se vino arriba con el cierre de la pista del Pabellón, en la plaza de Espanya. Por aquellos años, cerca de 100 familias dependían de esta atracción, la última que quedaba en el país. Era uno de los trazados más estrechos de cuantos se habían diseñado, hasta el punto de que su curva cerrada solo era apta para las hembras irlandesas, más ligeras a la hora de virar.

Fiscalidad imposible

Cerró a principios del 2006 tras una agonía fiscal de varios años. La Generalitat decidió aumentar el porcentaje que se debía ingresar en las arcas públicas. Se pasó del 3% al 10%, y fue devastador, hasta el punto de que se acumuló una deuda de 1,68 millones de euros que forzó el cese de actividad. Terminaban así las carreras de perros en Barcelona y daba comienzo un debate social y político sobre el futuro

del lugar. Ironías de la vida, ese templo de la velocidad ha requerido ocho años de lento diálogo.