Conflicto en el Barcelonès Nord

Sant Adrià facturó a los vecinos la urbanización de la nueva Mina

Un cartel anuncia la vigilancia irregular de un bloque social deshabitado.

Un cartel anuncia la vigilancia irregular de un bloque social deshabitado.

CARLES COLS
SANT ADRIÀ DE BESÒS

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«Viviendas de ensueño». «Excelente calidad». «Cerca del  Fòrum, cerca del mar, cerca, muy cerca de todo», La publicidad de Reyal Urbis callaba que lo que más cerca estaba realmente de esa promoción inmobiliaria era del barrio de La Mina, una de las más ingratas herencias del urbanismo de finales de los años 60. Pese a todo, la nueva Mina tuvo salida comercial. Se pagaron hasta 400.000 euros por viviendas con piscina comunitaria, dos plazas de párking y trastero. Hasta aquí, ningún problema. El conflicto está en que Reyal Urbis se declaró en suspensión de pagos en marzo del 2013 y el Ayuntamiento de Sant Adrià reclamó a 107 familias el pago de una parte de las obras de urbanización del barrio. Lo reclamó hasta ayer, cuando este diario se interesó por el caso y el alcalde, Joan Callau (PSC), se comprometió a reclamar la cantidad a la inmobiliaria y no a los vecinos.

El acuerdo que en su día formalizaron la inmobiliaria y el ayuntamiento no tiene nada de extraño. Así se han llevado acabo las grandes transformaciones urbanísticas en el área metropolitana estos últimos años cuando el proyecto va más allá de levantar un edificio en un solar. Si la operación incluye el remozado general de la zona (aceras, calzada, alcantarillado, iluminación...), esa factura suele ir a cuenta la empresa promotora. Así fue también en la reforma de La Mina, entre las calles de Manuel Fernández Márquez y Taulat. Esta justo al lado de la vieja Mina, es cierto, pero como espacio público ya lo querrían muchos vecinos para sus barrios. Urbis pagó por esa urbanización 51,7 millones de euros, pero la crisis puso a la empresa en manos de los acreedores cuando el cálculo final de los costes aún no se había cerrado y quedaron pendientes de pago 1,8 millones de euros. Una parte de esa cantidad (209.000 euros, IVA aparte) es la que Sant Adrià reclamaba a esos 107 vecinos. La media por familia, según un responsable municipal, es de 1.000 euros, porque el cómputo global incluye también a los dueños de algunos bajos.

Los vecinos conocían desde el 2010 la existencia de esa deuda pendiente. Lo sabían a través de la propia empresa, que por carta les aseguraba que «no corresponde a ustedes el pago de la cuota que finalmente resulte». Es decir, que Urbis asumía esa factura como propia. Lo extraño, según la versión de los vecinos, es que cuando la empresa se declaró en  suspensión de pagos, el Consorcio de la Mina (que agrupa a distintas administraciones) no se presentó al concurso de acreedores. «Podría haberlo hecho, tal vez a costa de no cobrar la totalidad de la deuda, pero en vez de ello expiró el plazo y pasó a reclamarnos la deuda a los vecinos», explica uno de los afectados.

Este tipo de situaciones trabadas como un cajón mal cerrado se desencallan a veces de formas sorprendentemente inesperadas. Ayer, sucedió. EL PERIÓDICO solicitó información al ayuntamiento sobre esta insólita queja vecinal y, una hora más tarde, los responsables municipales se reunían con los afectados para plantearles una posible solución. El ayuntamiento exigió a los vecinos el pago inmediato de una cuarta parte de la deuda porque el trámite ya había sido activado, sopesó congelar las otras tres facturas y puso al servicio de los afectados un abogado para que reclamen a Urbis las cantidades  en discusión. Horas después, el alcalde decidió que quien debe pagar es la inmobiliaria.

WÉSTERN / El caso tiene otra perspectiva desde la que puede ser analizado. Esas 107 familias hicieron en su día un acto de fe y se creyeron no solo la publicidad de la empresa, sino también que el compromiso de las administraciones por dar la vuelta como un calcetín a La Mina iba en serio. Si esto fuera un wéstern, ellos serían los colonos en territorio comanche. En septiembre del 2015 está previsto que la Universitat Politècnica abra allí un nuevo campus. Eso le dará un impulso a ese barrio, pero hasta entonces lo que hay es el brutal contraste entre los edificios de la vieja Mina y las construcciones impecables de la nueva Mina. La frontera es la avenida de Manuel Fernández Márquez. La acera noble es espaciosa, limpia y está en perfecto estado. La de enfrente da pena.

Urbis, hay que reconocerlo, hizo un trabajo extraordinario hasta que la crisis puso fin a las obras. Hay solares vacíos pendientes de que la economía mejore. En ellos es frecuente que aparezcan coches robados e incendiados. Nada grave. Los vecinos de la nueva Mina han aprendido a convivir con esa práctica de algunos de su vecinos de la vieja Mina. Más extraño resulta que desde hace ya dos años permanezcan celosamente valladas un par de promociones de protección oficial que fueron construidas para realojar a familias de la vieja Mina, y así avanzar en la regeneración de la zona. Ese proceso está congelado. Las fincas están intactas. Nadie ha dado una patada en la puerta y las ha ocupado y tampoco nadie ha entrado a llevarse las tuberías de cobre o los sanitarios. La razón no es ningún secreto. Las vallas que rodean esos edificios tiene bien visible un sello que informa de que la seguridad corre a cargo de uno de los clanes de la vieja Mina.

Es tras una visita paciente por las calles del barrio que el cobro que el consorcio pretendía efectuar a los colonos de la nueva Mina resultaba extraño. Justo o no, ajustado a la normativa o fuera de ella, ante todo resultaba desconcertante, como el hecho de que la narcosala del barrio esté justito al lado de la guardería. Resulta extraño, chocante..