RECTA FINAL DE UNA MUESTRA AVALADA POR EL PÚBLICO

Más inmoral que Calígula

Censura 8 El cartel del estreno de Cleopatra en 1964, 'adecentado' por ultras católicos en Barcelona.

Censura 8 El cartel del estreno de Cleopatra en 1964, 'adecentado' por ultras católicos en Barcelona.

Carles Cols

Carles Cols

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

El Museu de Badalona clausurará el próximo domingo la provocadora y a la par aleccionadora exposición dedicada al sexo en tiempos de los romanos, una propuesta cultural por la que han pasado casi 5.000 personas y que tuvo una pirotécnica fiesta de despedida anticipada el pasado jueves cuando el profesor Marc Mayer pronunció una conferencia de título magnético: La vida sexual de los emperadores a través de los autores clásicos. Téngase en cuenta que Mayer, como latinista de fama internacional, puede leer el Cuore de la Roma imperial, es decir, a Suetonio, con envidiable facilidad. Fue la suya una exposición poco lúbrica, pero sí una apasionante radiografía de la pornografía del poder político.

Aunque no fue desde el punto de vista histórico un emperador, Mayer no pudo resistir la tentación de iniciar el relato cronológico con Julio César, para quién su tropa compuso una canción que cantaba cuando regresó victorioso a Roma. «Ciudadanos, vigilad a vuestras mujeres, traemos a un adúltero calvo». Suetonio da fe de ello en Vida de los 12 césares, pero no de la coletilla que años más tarde se le añadió a aquella coplilla, «...el marido de todas las mujeres y la esposa de todos los hombres». Ese pareado, al parecer, se lo ganó por su afición a morder almohadas cuando se enamoró del rey Nicomedes, pues aunque la homosexualidad no estaba mal vista en la antigua Roma, sí que se consideraba denigrante para un hombre libre tomar una actitud pasiva en ella.

Esa faceta de Julio César ha sido poco explotada en el cine. Su relación con Cleopatra, sí, pero como subrayó Mayer ante un entregado auditorio, de forma inadecuada. Las relaciones sexuales fueron un modo de hacer política como durante siglos, después, lo fueron para prácticamente todos los linajes de sangre azul europeos. Se podría decir sin mentir que Julio César gobernó Egipto a golpe de pito. Es una expresión grosera, pero más lo fue todo cuanto vino después, cuando Roma inauguró su gloriosa y decadente etapa imperial.

Augusto, formalmente el primer emperador (27 AC - 14 DC), se manejó con habilidad política en su alcoba y gobernó las entradas y salidas del camastro de su hija, de modo que a su muerte la mayor parte del Senado tenía lazos de sangre con el emperador.

El público, en la conferencia, ansiaba equivocadamente que Mayer llegara a Calígula. El exilio voluntario de su antecesor, Tiberio, el de la inconfundible boquita de piñón, a la isla de Capri rodeado de efebos y jovencitas parecía un aperitivo interesante de las andanzas del depravado Calígula que John Hurt bordó en la serie Yo, Claudio. Pero no. «No estaba tan desequilibrado como se decía», zanjó Mayer. Sí, se acostó con sus hermanas, de acuerdo, pero los historiadores más audaces sostienen que había en ello un propósito político de emular la endogamia dinástica egipcia para perpetuar el poder familiar por encima de la autoridad del Senado.

Desfilaron así, después de Calígula, las andanzas pederastas de los emperadores hispánicos por excelencia, Trajano y Adriano, y las excentricidades sexuales de Nerón, que el séptimo arte, pacatamente, tampoco se ha atrevido a difundir en toda su magnitud.

De hecho, de los 12 primeros emperadores, como Edward Gibbon retrató en una biblia de la decadencia romana, solo Claudio era exclusivamente heterosexual, pero claro, al pobre le cayó en suerte como esposa Mesalina, la de «las entrañas de acero», según dijo de ella Escila, la puta que se batió con ella en la cama en un célebre maratón sexual.

El caso es que Calígula fue asesinado con 29 años. Nerón fue invitado a suicidarse con 30. Cómodo, otro viciosillo, murió estrangulado con 31, aunque no a manos de Russell Crowe. Ninguno de ellos, sin embargo, fue capaz de llevar a las simas de la sordidez el cargo de emperador como lo hizo el poco conocido Heliogábalo, «que se abandonó a los placeres más groseros con furia incontrolable», según el perfil que de él hizo Gibbon, y al que Mayer dedicó una especial atención, pues no en vano gobernó el mayor imperio del mundo con menos de 18 años al mismo tiempo que ofrecía su cuerpo en los prostíbulos de la ciudad y ofrecía fortunas al médico que le convirtiera en una mujer. A su lado, Calígula es una princesa Disney. Hay quien ha querido ver en él a un revolucionario incomprendido. Antonin Artaud, por ejemplo. Heliogábalo daría para una gran exposición.