Evento multitudinario en el litoral

Ojos al desnudo

XABIER BARRENA
BARCELONA

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Si alguien más o menos modoso decidió ayer probar qué tal es eso de tomar el sol desnudo, eligió un mal día. El reducto nudista de la Mar Bella fue tomado al asalto por centenares de personas atraidas por la Festa al Cel y ante la atónita mirada de algunas bañistas, presuntamente extranjeras, a las que seguramente les habían vendido que aquella era la única playa naturista de Barcelona. Y no solo en la arena. El talud habitualmente desierto, a excepción de los entrañables mirones, apareció ayer coronado por más gente que el Alpe d'Huez en pleno Tour de Francia.

El momento con más escenas paradójicas fue al mediodía, antes de empezar la exhibición. Seguidores de la aeronáutica y nudistas

-los más, totalmente ajenos al frenesí de los reactores- convivían en plena armonía. Eso sí. Cuando los aviones jugueteaban en la línea del horizonte, el 100% de las miradas se dirigía hacia allí. Y cuando las acrobacias tenían lugar por encima de las cabezas, casi todos arqueaban el cuerpo buscando el espectáculo. Casi todos. Algunos seguían mirando hacia delante y no precisamente al horizonte.

Guerra no declarada

Y es que cualquier lugar era bueno para seguir las acrobacias aéreas: la arena, el paseo y, especialmente, los chiringuitos. El hecho de que las pérgolas impidieran la visión de buena parte del espectáculo no fue ni óbice ni cortapisa para que no solo estuvieran todas las mesas llenas, sino que hubiera una guerra no declarada entre los que esperaban por hacerse con una. Como dijo alguien una vez, cada mesa (libre) era un pequeño Vietnam.

De entre los locales a pie de playa, el más cercano al meollo, al centro del espectáculo, era el Mochima. Ahí la pelea fue ardua. La actitud triunfante en casi todos los casos es siempre la de las más decididas. Las que no tienen reparo en recriminar a alguien, que llevaba más de una hora esperando -más que ella- que se había colado y solo retirarse cuando Yolanda, la camarera, acudía al rescate y le señalaba que el sujeto en cuestión había antes plantado raíces al lado de la barra esperando.

Que el acto iba a ser un éxito de gente se olía ya, y nunca mejor dicho, en el metro. Las zonas de exclusión terrestre dictadas por el ayuntamiento a los vehículos privados obligaron a casi todos a coger el transporte público.

En la estación de Urquinaona, a las 11.15 horas, el andén estaba a reventar de gente. Lo mismo que el vagón. Uno sabe que va a un evento multitudinario cuando oye la voz de alguien que, muy hastiado de codazos y empujones, grita: «¡No empuje!, ¡que todos vamos al mismo sitio!».